Reflexionando sobre el sentido de esta división a propósito, se nos ocurre que puede tener que ver con el amor. Siempre que hablamos del amor hablamos de la unidad, pero perdemos de vista que la unidad exige la previa diversidad; de lo contrario no es unidad, es uniformidad. Y la uniformidad es una falsa unidad, es una unidad forzada.
Fijémonos en los uniformes de los militares o de los colegios: en la práctica sirven para ignorar que cada uno de los uniformados es una persona distinta, con capacidad de decidir. En la milicia el uniforme resulta útil para distinguir al “enemigo” de “los tuyos”, pero en el colegio no tiene otro objetivo que facilitar la despersonalización del alumno y convertirlo en una pieza más del sistema.
En cualquier caso, ni la milicia ni el colegio son ámbitos que promocionen precisamente el amor; lo que promocionan es la competencia, tanto entre sus propios integrantes como con otros colegios o ejércitos. No obstante, llaman amor a la identificación con sus colores, que son supuestamente superiores a los otros; y proclaman que formar parte de su colectivo es una suerte inmensa que los individuos por sí mismos no merecen y a la que han de corresponder con una entrega personal sin límites.
Pero Dios repite la fórmula las veces que haga falta e introduce la división en el seno de todas las uniformidades. Lo hace con el fin de que la persona, que es la única portadora de la esencia divina, pueda brillar con luz propia y elegir con quien quiere compartir su existencia y en qué colectivos desea participar. Porque, para poder entregarse, si es que así lo decide, primero uno tiene que ser dueño de sí mismo.
Cuando Dios actúa siempre tenemos la impresión de que hay algo que se disgrega. A los más mayores nos explicaron en el colegio franquista que la Revolución Francesa fue una catástrofe que rompió con lo más sagrado del orden y las tradiciones; y sin embargo, la declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano nos hizo conscientes de nuestro valor individual: eso que los uniformistas se empeñan en ignorar.
La unidad es algo que se produce espontáneamente cuando el ser humano se siente atendido y respetado. Si esto no sucede, lo adecuado es hacerse notar disintiendo de la mayoría. Y si la mayoría no permite la disensión, la única posibilidad de no ser ignorado y anulado es abandonarla. Stuart Mill, el filósofo fundador de la democracia parlamentaria ya previó que esto podía pasar: que un colectivo minoritario se viera desatendido y oprimido por leyes promulgadas a través de procedimientos democráticos. En estos últimos tiempos, muchos colectivos ( la gente de color, las mujeres, lo homosexuales, etc.) han tenido que transgredir abiertamente las leyes para poder conquistar primero sus derechos y obtener, a continuación, el respeto de los demás.
Si el abandono de la mayoría se demuestra necesario, la separación ha de ser provisional, claro, el camino de la unidad es el camino correcto. Pero los valores más elevados del ser humano: libertad, justicia, conciencia, unidad… son objetivos a alcanzar que no permiten sucedáneos, porque los sucedáneos matan el espíritu. La prepotencia y el desprecio en nombre de la democracia y de la unidad son actitudes que provocan heridas difíciles de cicatrizar.
Por eso, todas las personas conscientes, de todos los pueblos, debemos oponernos activamente a que esto suceda. Últimamente resulta más complicado que antes matar físicamente a los que se oponen a la uniformidad, pero en cambio las mentes se anestesian y anulan con mayor facilidad. Así que bienvenidos sean los conflictos que nos recuerdan nuestra capacidad de ver, amar y transformar la realidad de acuerdo con nuestra naturaleza esencial.