Ante los objetos conocidos solemos adoptar siempre las mismas actitudes, que se han hecho ya mecánicas, y que resultan más cómodas, pues no exigen esfuerzo de adaptación. Y ahí está el mal: llegamos a encajonarnos en un número de actitudes que nos condicionan impidiéndonos ver nada nuevo. Es preciso que ante cada persona y ante cada situación podamos situarnos como si fuera la primera vez que la vemos o que la vivimos: con expectación pero con silencio -sin inquirir, ni dejar andar a la mente a su alrededor-. Aconsejamos al lector que lo pruebe y descubrirá cosas asombrosas respecto a la gente que creía conocer muy bien, empezando por sus propios familiares. Y es que estamos tan acostumbrados a mirarlos siempre desde un ángulo y una postura mental ya cristalizada, que aunque hicieran milagros, continuaríamos viéndolos igual y dándonos las mismas explicaciones.
Es frecuente el hecho de que cuando se ve por vez primera a una persona se tengan intuiciones respecto de algunos detalles, incluso importantes, sobre su modo de ser, etc. Y luego, a medida que se la va tratando, dejan de producirse estas intuiciones. Es que la primera vez que tratamos a una persona no estamos condicionados respecto a ella, la situación es enteramente nueva: no hemos viciado aún nuestra visión con un enfoque particular en el modo de mirarla. Desde el momento en que empezamos a formarnos una opinión de ella, a hablarle de cierta forma, esto mismo va estableciendo un hábito o condicionamiento que nos impide situarnos de modo espontáneo e imparcial ante ella.
Cultivemos la actitud libre de que estamos hablando y veremos que la intuición primera se extiende y se descubren cosas del todo nuevas e inesperadas acerca de las personas, amigos, familiares, con quienes tratamos desde hace muchos años. No sólo sobre su carácter, sino sobre otros aspectos, por ejemplo, si se trata de colaboradores o subordinados en el trabajo, acerca de su aptitud para el trabajo, de su modo de concebirlo, de las posibilidades que ofrecen, o acerca del mismo trabajo, variantes que podemos darle, etc.
Es preciso que la mente aprenda a emanciparse de sus propios hábitos, que salga de su prisión. En el círculo en que nos hemos encerrado, nos movemos muy bien, porque estamos acostumbrados a hacerlo y nos sentimos seguros, pero esta seguridad va siempre en perjuicio de la creación, de la originalidad, de la posibilidad de ver cosas nuevas.
No combatimos los hábitos. Los necesitamos. Sin ellos no podríamos vivir: si tuviéramos que hacer todo de un modo consciente y deliberado, haríamos muy poco. Hemos de apoyarnos en nuestros automatismos. Pero por otro lado sólo podemos ver las cosas cada vez de un modo nuevo desconociéndonos ante ellas. La solución está en combinar ambos aspectos de la cuestión: usemos los hábitos para las cosas que sean de necesidad cotidiana y que no requieran una atención consciente, y esforcémonos en quedar libres para otras en las que conviene que empleemos nuestra mente consciente.
En rigor, formulando un juicio realista sobre la situación de la mayor parte de las personas de nuestra sociedad, lo que necesitamos es salir del estado de hipnosis en que vivimos. Tenemos la conciencia acostumbrada a vivir dormidos, y sólo despertamos del todo cuando nos vemos ante un grave peligro, como si entonces se encendieran de repente todas las bombillas de alarma interior y abriéramos más por dentro nuestra capacidad consciente.
Si nos mantuviéramos con todo el conocimiento abierto, viviríamos cada situación no en función estricta de nuestra historia, influidos por todo lo anterior, sino como algo nuevo en lo que también se incluye la historia de nuestra vida. La experiencia adquirida sobre cada situación es útil con tal de no ligarnos a ella. Que no nos suplante: utilizarla, pero al mismo tiempo estar del todo disponible para mirar la situación, la conducta o a la persona de un modo nuevo.
Antonio Blay
ENERGÍA PERSONAL
Técnicas prácticas para su pleno desarrollo y aprovechamiento
Editado en 1990