El dolor puede servirnos de gran utilidad, no como mecanismo de descarga, pues con frecuencia no podemos usarlo con este fin, sino porque nos obliga a reconocer que no podemos apoyarnos y vivir dependiendo del objeto que ha provocado el dolor. Sentimos dolor porque estamos asidos a las cosas, física, afectiva o mentalmente.
Amamos a las personas, y una enferma, otra muere…; eso nos causa un dolor que, vivido desde un punto de vista personal, es un drama, pero si subimos a un nivel más universal sin cerrarnos al personal aunque en el hecho adverso medie un aspecto doloroso, se produce al mismo tiempo una desidentificación del lazo exclusivo que nos unía aquella persona. El problema no está en que amemos, sino en que nuestro amor se confunda con la posesión de la persona amada. El amor, desde un nivel superior, deja de ser una identificación para convertirse en una irradiación de amor, en un deseo de bien para el ser amado.
Todos los dolores de la vida van produciendo en mayor o menor grado este efecto de desidentificación. Si no llegan a producirlo del todo, el sujeto se verá una y otra vez en situaciones similares de disgusto y amargura que enturbiarán su equilibrio, hasta lograr por fin conformarlo con el ritmo de la vida.
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Sin embargo, afirmamos una vez más que todos los problemas humanos, aun los más agudos, y de orden metafísico, tienen solución. El hombre puede conocer la verdad de las cosas, de la vida y de sí mismo. Lo que ocurre es que para ello es preciso que todo él se abra a la verdad de la vida que circula en él. Ver la verdad de la vida quiere decir ser consciente, en el nivel mental, de la vida que está fluyendo a través de él. Y esto impone una exigencia interior, un trabajo de apertura total de la mente en los niveles personales y en los espirituales. Trabajo que se efectuará en la experiencia diaria.
La Personalidad Creadora
Antonio Blay
Editorial Sincronía, 2017