La oración es que yo exprese, que yo me ponga en contacto, o que trate de ponerme en contacto, con este Dios, con ese Absoluto, con este Todo al que aspiro, y que, de un modo u otro, exprese yo esa demanda. La oración es una exclamación de mi verdad, de mi sinceridad. Por tanto, nada tiene que ver con las fórmulas, con las prácticas estereotipadas, aunque, en la práctica, las fórmulas, reglas y prácticas puedan verificarse mediante un auténtico espíritu de oración.
El éxito en la oración, y al hablar de éxito queremos significar que la oración nos ayude de un modo eficaz al resultado que buscamos, depende de unos factores que ya hemos enunciado en varias ocasiones:
En primer lugar que yo me sitúe ante Dios con la máxima noción de claridad y de realidad respecto a Él, que trate de evocar en mí toda la fuerza de aspiración que hay hacia Él, para que sea capaz de intuirlo, para que esté todo presente ante mí. Que yo me dé cuenta del Ser a quien me estoy dirigiendo, que esté lo más clara y realmente posible la idea de Dios como objeto. De la claridad y realidad de Dios para mí dependerá el que yo viva la situación de un modo realmente trascendental, o solamente de un modo intrascendente. En otro momento dijimos que, cuando estamos ante un espectáculo que se sale de lo corriente, también nuestra movilización interna está por encima de lo normal. Cada vez que nosotros tratamos de situarnos conscientemente ante Dios, ante lo absoluto, estamos ciertamente ante algo muy por encima de nuestra experiencia normal. Esto dependerá del realismo, de la claridad con la que yo sea capaz de darme cuenta de la noción de Dios. De esa claridad y de esa realidad surgirá, sin esfuerzo alguno, mi reacción profunda.
El segundo requisito es que yo sea realmente Yo, que yo sea Yo en mis dos aspectos fundamentales: yo como personalidad integrada, como conciencia del cuerpo y de sus funciones, como conciencia afectiva, intelectual, con toda mi experiencia, con todo lo que he desarrollado en mi vivir cotidiano. Que yo sea esa conciencia actual y total de mí, ese yo pleno, verdadero, que para mí es verdadero en la vida diaria. Que sea todo eso en el momento de la oración y que, luego, yo trate de vivir, de evocar la intuición más profunda que tengo de mí mismo como sujeto centrado. Es decir, Yo como ser centrado, y Yo como personalidad. De la claridad y realidad de estos dos elementos surgirá la relación espontánea y total transformante.
La oración nunca debería ser una mera exclamación interior. Cuando la oración surge solamente de mis exclamaciones, de mis deseos, de mis anhelos o de mis demandas es que yo vivo más la realidad de mi personalidad que la realidad de Dios. Cuando, en un momento dado, yo quedo maravillado ante la intuición o ante la percepción real que se abre ante mí, del poder, bondad, grandeza y belleza de Dios, cuando yo me quedo quieto, mudo, silencioso, es que predomina más la conciencia de Dios que la conciencia de mí. No obstante, tanto en un caso como en otro, el proceso es incompleto. Hay unos instantes más sobresalientes, unos momentos cumbres que son revolucionarios, que son transformantes. Y esos momentos son aquellos en los que coincide la máxima actualización del Yo con la máxima actualización del no-yo, o Absoluto, que es Dios. Cuando yo puedo situarme todo yo ante Dios del todo es inevitable que surja una experiencia transformante. Yo no puedo salir de la oración tal como he entrado. Salgo totalmente otro, y no porque salga consolado, tranquilo, feliz, sino porque hay una revolución en mi conciencia interna, una revolución efectiva en la verdad más profunda de mí, del yo y del Dios en una sola experiencia.
La oración debería ser siempre absolutamente revolucionaria. En la medida en que no lo es, nos indica que estamos viviendo solamente en uno de los polos. Y que incluso ese uno lo vivimos también de un modo parcial.
Examinemos nuestra oración y démonos cuenta da qué es lo que le falta, dedicándonos a trabajar de un modo deliberado, sistemático, controlado en aquello que le falta para producir esa actualización simultánea de todo yo y de Dios del todo.
Texto extraído de la obra de Antonio Blay, "Caminos de Autorrealización, Tomo II, La intregración trascendente". Editorial Cedel, 1982