En nuestro proceso de encuentro con la divinidad, el segundo aspecto es el de recibir y dar paso a Dios en mí. Descubriremos que en todo lo que es proceso, es decir, en todo aspecto de la existencia, existe un doble juego, una doble dirección. Nos movemos en el mundo de la dualidad. El acto de crecimiento se hace siempre a través del doble juego.
Este trabajo de encuentro con Dios, en tanto que proceso está también sometido a este doble juego, a esta doble dirección. Yo voy hacia El, yo me expreso, yo trato de formular mi aspiración y mi intuición, y trato de ser una llama viva de demanda. Pero luego viene el otro aspecto, aquel por el cual yo aprendo a ser escéptico, por el que me abro para que algo nuevo venga y me llene.
Una vez que me he expresado, si mi expresión es auténtica, es sincera, debo estar receptivo y en silencio, para que este vacío que se ha producido se llene de esa divinidad, de esa energía. Esto no ocurriría si mi proyección primera no ha sido dirigida en este sentido. Si yo me he vaciado hacia abajo, me llenaré de abajo, si me vacío en el medio, me llenaré de ahí, si me vacío arriba me llenaré de arriba.
Así pues, yo he de aprender a ser receptivo a la divinidad, a Dios, a lo superior. Y no olvidemos que esta receptividad a lo superior es algo nuevo. Esto quiere decir que yo no he de esperar algo determinado, ya que todo lo determinado es viejo, es conocido. Lo nuevo es lo otro, lo no conocido, es un esperar del todo pero sin esperar nada, porque no sabemos que es lo que hemos de esperar. Toda formulación que yo me haga, toda idea, toda referencia concreta que quiera hacerme, está ya poniendo condiciones, obstruyendo el camino, cerrando la posibilidad de que esto ocurra. Yo debo quedarme receptivo hacia arriba, pero sin la más mínima noción de un Dios concreto. Esta es la espera más correcta. En cuanto quiero reproducir una situación anterior que me ha parecido muy elevada, o en la que he tenido un cierto sentimiento muy sublime, una cierta intuición, entonces pretendo repetir esto; de hecho no estoy haciendo oración a Dios, sino que estoy haciendo oración a esa experiencia, sencillamente al recuerdo de aquella sensación o de aquella intuición. Y este tratar de evocar un recuerdo nos cierra.
La experiencia espiritual ha de ser siempre una experiencia con relación a lo desconocido, a lo nuevo. Cada instante ha de ser una actitud de aventura total. En cuanto yo quiero algo determinado no estoy buscando a Dios, sino que busco este algo determinado.
Ahora bien; yo intuyo que Dios es mi fuente, que es la Fuente de donde sale todo mi ser, que es mi centro, mi verdadero yo, el Yo de mí yo; por tanto todo lo que soy, absolutamente todo lo que soy y creo ser, absolutamente todo, me viene de la Fuente única. Y esto por sí solo, ya debería ser suficiente para que viéramos lo absurdo de nuestra actitud cuando nos atribuimos la propiedad de cualquier cosa, de la virtud, de la inteligencia, de la cultura, del prestigio, de la bondad o de cualquier otra cualidad. Toda propiedad personal es una especia de renuncia que hacemos a abrirnos, a vincularnos a lo que es la fuente de nosotros mismos.
Texto extraído del libro de Antonio Blay: “Caminos de Autorrealización. Tomo II – La integración trascendente”. Ediciones Cedel - Año 1982