Jordi Sapés de Lema

Jordi Sapés de Lema

Cuando empecé a  redactar el artículo de este mes, me propuse resaltar que el Trabajo pretende desarrollar personas sencillas y naturales, que no aparezcan como individuos extraordinarios y que incluso puedan pasar desapercibidos.

Pero de entrada pensé: el Trabajo nos plantea, primero que todo, la necesidad de despertar, después nos indica observar y desactivar el personaje para tomar, a continuación, conciencia de que somos energía, amor e inteligencia y actualizar estas capacidades en contacto con nuestro entorno. Y después nos invita a sintonizar con lo superior y a movernos por el terreno del espíritu. ¿Cómo calificar de sencillos y naturales a los que han recorrido este camino y lo pueden expresar de una manera personal?

Igual que muchos de nosotros, antes de conectar con el Trabajo de Blay,  llevaba muchos años moviéndose por círculos esotéricos y grupos de espiritualidad. Contactó con el Trabajo en un seminario que hicimos en marzo de 2015 y empezó a trabajar los despertadores y a explicar un poco los detalles de su vida personal.

Cuando empezamos en el Trabajo nuestro personaje agradece poderse comunicar  con alguien que se interesa por él, alguien que no le conoce y a quien puede explicar sus desgracias, sufrimientos y también los méritos a los que se siente acreedor. Ella hizo como hace todo el mundo: procurar dar la mejor imagen de sí misma. Y tenía mucho que contar porque mostraba una fuerte personalidad, una personalidad que había rechazado jugar el papel tradicional de mujer sumisa y se había enfrentado a la familia y a la sociedad que la rodeaba defendiendo su autonomía y sus derechos.

Pero claro, se encontró con que el Trabajo bendecía esta afirmación personal pero responsabilizaba a su personaje de sus sufrimientos y le echaba por tierra su presunta superioridad moral en el papel de consejera que desarrollaba en paralelo a su actividad como terapeuta.  Como es típico en esta fase del Trabajo, explicaba que, a menudo, cerraba el ordenador de golpe, molesta por mis comentarios, para volverlo a abrir más tarde con calma y paciencia para reconsiderar lo que íbamos observando. Que nos digan que una parte importante de nuestros sufrimientos son un invento del personaje es un aliciente cuando no nos apoyamos en el victimismo, pero que nos despojen de nuestra presunta superioridad sobre los demás duele mucho: y ella lo aguantó primero y lo aceptó después.

Estamos tan acostumbrados a vivir dormidos que cuando experimentamos inicialmente el despertar tendemos a percibirlo como una especie de paréntesis, como si fuera una pequeña meditación de la que tenemos que salir para atender la realidad exterior que nos está presionando. Por eso es tan importante resaltar que lo genuino del despertar es precisamente la acción, por oposición a las reacciones mecánicas que el mecanismo del personaje tiene previstas para cada circunstancia.

Dormido, si me dicen “x” el personaje reacciona haciéndome sentir “y” y respondiendo “z”; si me dicen “&” el personaje reacciona haciéndome sentir “$” y respondiendo “@”; yo no pinto nada, lo que sucede fuera dispone lo que el mecanismo contestará.  En cambio, despierto soy consciente de mi capacidad de ver, amar y hacer y utilizo estas capacidades para responder a la realidad que estoy viviendo en cada momento, decidiendo conscientemente, en primera persona, qué respuesta voy a dar.

La existencia material se desarrolla con ilusión durante la primera mitad, llevados por unas expectativas que convierten cada momento en el primer paso de un futuro lejano que está por venir; todo lo que hacemos tiene un sentido y una finalidad que se realizará más adelante, y nosotros nos realizaremos en ella.  Pero llega un momento en el que se hace evidente que el porvenir se acorta y estas expectativas no se van a cumplir. Entonces los días se hacen monótonos, los años pasan y se terminan, lo que hacemos no es nuevo sino mecánico, repetimos siempre lo mismo y actuamos porque hemos desarrollado una serie de responsabilidades que estamos obligados a atender. Y a cierta edad, el cuerpo empieza a fallar, de modo que incluso estas obligaciones se nos resisten.

Si no hemos desarrollado previamente una sensibilidad por lo esencial y la espiritualidad vamos a interpretar esta situación como el inicio de una decadencia total. Porque la decadencia del cuerpo es un hecho pero, si nos confundimos con el cuerpo, la proyección hacia el futuro, que nuestra mente continua haciendo por sistema, nos presenta un panorama de aniquilación no solo física sino psicológica.

El libro del Apocalipsis, se escribió a principios del Siglo II, en un momento en el que las primeras iglesias cristianas se vieron perseguidas. El tono del libro es de denuncia de la organización social basada en el materialismo y de alabanza de los que pretenden edificar un mundo que se apoya en las enseñanzas de Jesucristo.

Al principio se le dio un carácter profético interpretando que anunciaba un retorno inminente de Jesucristo: “Bienaventurado el que lee, y los que oyen las palabras de esta profecía, y guardan las cosas en ella escritas; porque el tiempo está cerca.” Con esta interpretación se pretendía dar ánimo a los que estaban siendo perseguidos: “esto no va a durar mucho, Jesucristo vendrá en seguida y pondrá las cosas en su sitio”.

Bien, han pasado más de dos mil años y las cosas siguen sensiblemente iguales; tanto es así que la palabra “apocalipsis”, que en griego significa “revelación”, se ha convertido en sinónimo de “desastre colectivo”. Siempre que los textos de nivel superior se divulgan cambian su sentido; en este caso, en la imaginario popular, el protagonista de la historia ha dejado de ser Jesucristo y, en su lugar, se han hecho famosos los cuatro jinetes que aparecen en el libro: la guerra, la peste, el hambre y la muerte.

La Biblia explica que Dios creó al ser humano arquetípico: Adán. A continuación lo diferenció haciéndolo macho y hembra, para que pudiera reproducirse y multiplicarse; y más tarde, cuando ya había mucha gente en el mundo y todos hablaban la misma lengua y utilizaban las mismas palabras, Dios confundió sus lenguas, de modo que no se entendieran entre sí. Y los dispersó por toda la tierra.

Las lenguas de los que llegaron hasta la Península Ibérica se agrupan, según los lingüistas, en el subconjunto de lenguas iberorománicas, y son: el catalán, el castellano y el galaicoportugués. Nadie sabe de dónde proceden los que hablan euskera, o sea que, probablemente, ya estaban aquí. En cualquier caso, el resto de pueblos procedentes de Babilonia, los consideraron tan difíciles de entender cómo se tenían entre ellos mismos.

Esta actuación de Dios, confundiendo primero las lenguas y luego las mentes, es una de las tantas acciones sorprendentes que Él realiza y que a veces nos resultan difíciles de entender. Pero como la ignorancia no excluye el cumplimiento de la ley, sobre todo de la divina, mejor nos atenemos al consejo que reza: lo que ha desunido Dios no lo unifique el hombre; sobre todo por la fuerza.

La impecabilidad es la forma natural de atender  la realidad cuando estamos despiertosdestaca por su exactitud, cuidado y fiabilidad; es saber lo que tienes que hacer, desear hacerlo lo mejor posible y llevarlo a cabo de una forma discreta, sin llamar la atención, haciendo lo que haces, sin tener la mente en otro sitio, ni tan siquiera en los resultados que vas a conseguir.

Lo habitual, dormidos, es no estar seguros de por qué hacemos las cosas, de si realmente las queremos hacer o no, de si van a servir para algo, de si nos lo agradecerán o estaríamos mejor en otro lado haciendo algo distinto. Lo complicamos todo sin necesidad alguna, y esta actitud es tan habitual que creemos incluso que demuestra conciencia y ganas de progresar. Por eso discutimos interiormente todo el rato los compromisos adquiridos o las obligaciones inherentes a las responsabilidades que hemos aceptado. Esta es la libertad del personaje. Y el resultado de esta pseudo libertad es que nadie puede estar seguro de nadie, ni confiar en nadie, excepto cuando, obligados por las circunstancias, no tenemos más remedio que acatar las órdenes que recibimos.

El objetivo de la especie humana es la toma de conciencia de su realidad espiritual y la expresión de la misma en el plano material, en el plano emocional y en el plano mental. Nosotros, individualmente y como grupo, somos actores especialmente conscientes de este proceso porque nos interesamos por ello de un modo explícito. El problema es que este interés no parece especialmente relevante en la sociedad de la que formamos parte. No es que la sociedad no quiera oír hablar en absoluto de la espiritualidad pero no la considera un factor fundamental en su estadio de desarrollo actual.

Dice Blay que hemos de distinguir entre nuestra mente personal y la Mente Universal, que somos un punto en esta Mente Universal que es la que crea la realidad. Dice que como puntos  conscientes de esta Mente Universal tenemos la capacidad de actuar en ella como un principio activo; es decir: tenemos la capacidad de modificar la realidad y de participar en su creación.

Es importante comprender que esta capacidad es al mismo tiempo mental y práctica; nada sucede si yo no hago, pero tampoco sucede nada si hago lo mismo de siempre. Se supone que cada uno de nosotros actúa lo mejor que puede dadas sus circunstancias; las circunstancias son la representación de la realidad que nos hacemos en nuestra mente personal; y lógicamente, si la descripción de la realidad que presenta nuestra mente hoy es la misma que contemplábamos ayer, no cabe esperar que modifiquemos  la conducta.

La clave del progreso en el Trabajo es hacer que lo extraordinario pase a ser ordinario, que lo superior pase a ser habitual. Es una fase más de la vida, al igual que, en su momento,  pasamos de la infancia a la juventud y de esta a la madurez. En todas las fases hay una transición pero, a partir de cierto momento, dejamos los juegos infantiles y nos ocupamos de otras cosas. Si intentamos persistir en lo anterior, el entorno nos mira mal y nos desaprueba.

El entorno desaprueba todo cuanto se aparta de la normalidad y, como somos pocos los que aspiramos a un desarrollo espiritual, no podemos esperar de este entorno el beneplácito social ni la presión ambiental que ha catalizado nuestra previa evolución. No hay un modelo social que nos obligue a estar despiertos y denuncie nuestra dificultad para gestionar la realidad; al contrario, el modelo nos anima a la disidencia y al desacuerdo: todo es culpa de los demás, son ellos los desorientados, los saboteadores.