A menudo, esta comprobación personal debuta con un rechazo total a los patrones familiares: los padres se quedan profundamente desconcertados y con la impresión de que la educación que han dado ha sido totalmente inútil. Después, pasado un tiempo, se constata que esto no es así, que el joven simplemente había decidido ponerla en el candelero para poder examinarla. Esto no significa que la vaya a aceptar en bloque y de una manera acrítica, pero podemos estar seguros de que si hemos sabido transmitirles estructura y coherencia, van a emplear esta estructura para edificar su propio proyecto. Así que lo que más nos asusta: la supuesta desorientación, sólo es algo transitorio.
Sin embargo, este tránsito se está haciendo cada vez más complicado, porque cuando el joven se pone a examinar los valores y las propuestas que hemos intentado transmitirle, mira a su alrededor y no las encuentra por ningún lado. Lo que encuentra es un monumental desaguisado, una especie de “sálvese quien pueda” encabezado por unas instituciones desacreditadas que han sustituido el poder de convicción por la imposición pura y dura basada en el “cuidado que puede ser peor”.
Siempre podremos proponer a nuestros hijos que se indignen pero, una vez indignados, no pretendamos que regresen al “buen camino” porque el buen camino, simplemente ha desaparecido. Para los jóvenes, las cosas ya no pueden ser peor; así que lo único que les queda es la evasión del fin de semana. Y entre semana, se aburren porque no encuentran nada que les estimule a esforzarse.
Excepto la espiritualidad. ¡Quién lo iba a decir! Y sin embargo, con el materialismo haciendo aguas por todas partes, no podíamos esperar las buenas noticias de otro lado que no fuera los ideales.
A ver si en esta generación somos capaces de iniciar el proceso que ha de llevarnos a trascender la vieja polaridad del espíritu y la materia. Está claro que el consumismo no da para más, ni en el plano material ni en el psicológico. Ya no podemos exigirles a los jóvenes que trabajen; y tampoco que estudien para encontrar más tarde un trabajo mejor pagado. Lo que tenemos que hacer es detener esta locura que lo está destrozando todo y exigir que el ser humano recupere el control de la sociedad.
Un compañero del Trabajo comentaba en su último diario que al ir a levantar a sus hijos de la cama se he quedado observándolos y los veía hermosos, los percibía como dos personitas que van creciendo y haciéndose mayores, que dentro de poco empezarán a preguntarse por el sentido de la vida, tendrán sus problemas que deberán solucionar, sus desengaños, sus alegrías… se veía a sí mismo, les observaba a ellos y la vida le parecía un verdadero milagro.
Y es cierto, la vida es un milagro que se expresa a través del ser humano. Así que cuando hablamos de retomar el control de la sociedad, no nos estamos refiriendo a cuestiones políticas, a formas de representación electoral o a modos de organización administrativas. Eso vendrá después, a continuación. Pero antes tenemos que conseguir que nadie se atreva a proponer la concesión de un préstamo a un país a cambio del despido de 10.000 funcionarios. O a permitir que aumente el hambre del África subsahariana porque resultan más rentables los cultivos destinados a la producción de carburantes que los que tienen por finalidad dar de comer a la gente.
Los periódicos están llenos de noticias de este tipo. Y eso hay que pararlo; incluso, si es preciso, mediante la desobediencia civil. Así que procuremos no pelearnos con nuestros hijos en un intento de defender el sistema, porque lo único que vamos a conseguir es aparecer ante sus ojos como colaboradores y responsables del mismo. La estructura que nosotros les queremos trasmitir se basa en la naturaleza y dignidad del ser humano y por lo tanto es incompatible con el actual desorden económico y social.
Y si resulta que su dignidad como seres humanos que están alcanzando la madurez ya no se puede expresar y vehicular a través del trabajo laboral y del progreso material, habrá que buscar otras formas de hacerlo, de ser protagonistas de la propia existencia, actuando con finalidades diferentes de la remuneración o la consecución de títulos académicos. Lo que es evidente es que la alternativa no es “distraerse” o “relajarse” sino todo lo contrario: luchar.
Pueden luchar, por ejemplo, por el derecho a saber y por el derecho a hacer un trabajo en el que se sientan creativos; por el derecho a participar en las decisiones que les afectan, a desarrollar su sensibilidad en el ámbito del arte, a participar en el progreso del conocimiento mediante la investigación, a profundizar en la gestión colectiva de la sociedad, y muchas otras cuestiones que tenemos sobre la mesa en estos momentos.
Claro que para eso, nosotros tenemos que darles ejemplo. Si lo que perciben en los adultos es que nos limitamos a criticarlo todo y, además, les incluimos a ellos en esta crítica, no podemos pretender que hagan algo diferente de llevarnos la contraria y quejarse todavía más alto.