
Estudiaremos una capacidad fundamental del ser humano, la de producir transformaciones en su existencia. El primer grado o etapa que aparece en el desarrollo de nuestra capacidad de transformación es considerar al hombre como centro. Un giro decisivo en la experiencia humana es aquel momento en que el hombre descubre que él es alguien frente al ambiente, frente a las circunstancias, y que este alguien es una unidad. Normalmente -diría mejor habitualmente-, la persona se vive a sí misma como un reflejo o un producto de las circunstancias, en todo caso a remolque de ellas. Un buen día, el ser humano se realiza, se da cuenta de que él está aquí, de que él es alguien, se da cuenta de que, detrás de esta complejidad de experiencias, de fenómenos, de cosas que pasan, que se sienten, que se piensan, que se hacen, hay una unidad, hay alguien que es uno, alguien a quien damos el nombre de yo, alguien a quien teníamos completamente ignorado, presentido quizá, pero no conocido y mucho menos realizado plenamente.
Pero el hombre no solo se da cuenta de que es alguien, un centro, un núcleo, es decir, algo más que una suma compleja de experiencias o de estados o de fenómenos. Poco a poco, va descubriendo también que de ese centro, de ese núcleo, en definitiva de ese yo, es de donde surgen todos sus fenómenos de conciencia. Siempre es el yo el que se da cuenta de lo que ocurre, de lo que se dice, de lo que se piensa, de lo que le dicen, de lo agradable o lo desagradable, de lo que sucede. Es decir, el hombre se da cuenta de que el yo no es solamente un yo marginal, algo aparte, sino que es un centro dinámico, es el punto de partida constante de todo lo que constituye su existencia concreta. Siempre es el yo quien está haciendo, quien se está expresando; en cada conocimiento, en cada sentimiento, en cada acto de voluntad, siempre hay algo de él. Es decir, el yo es el núcleo, sí, pero un núcleo que se irradia, un núcleo del que salen las líneas centrífugas que son sus actualizaciones, sus manifestaciones. Y ese conjunto de manifestaciones son la trama con la que se hace su existencia. Si no hay centro, sin no hay ese punto de partida, no hay experiencia posible.
La vida se va descubriendo entonces como una actualización progresiva de un potencial que hay dentro, potencial que se materializa y se desarrolla cuando se está en contacto con el exterior y se responde al estímulo de éste. Algo exterior impresiona mis sentidos, y yo respondo con una percepción física y un reconocimiento mental de valoración, es decir un juicio, que determina mi acción, mi conducta. En mí actúa un estímulo para moverme, para luchar, para crecer, para amar. Y siempre es esta respuesta que sale de dentro lo que produce la acción. Lo exterior es la invitación, el estímulo; pero lo que realmente nos hace existir es la respuesta, lo que sale de mí.
Esta noción es muy importante, pues el hombre se da cuenta entonces de que toda su vida no es más que una progresiva actualización de un potencial que es este yo, este centro, y que lo exterior es solamente un modo concreto de estímulo dirigido a producir un modo concreto de actualización, pero que todo lo que se actualiza gracias al estímulo se actualiza en el hombre y es de él: lo que se va actualizando es su energía, su inteligencia, su capacidad afectiva. Y esta actualización es lo que le desarrolla, lo que le hace crecer. Del exterior no nos viene ni un poco de inteligencia, ni un poco de capacidad afectiva, ni un poco de energía profunda, de energía auténtica. Del exterior solo recibimos estímulos; y aún, sólo son estímulos en la medida en que los captamos desde nuestro interior.
Así pues toda la vida del hombre, toda mi vida, es este desplegamiento. Mi vida es una actualización de algo que yo soy, que soy en el centro, que soy desde atrás. Pero yo no me he dado cuenta de que era así y siempre he estado viviendo como si el exterior fuera el que me comunica, me transmite, me da todo lo que son valores, todo lo que son sentimientos en incluso todo lo que son energías. No he comprendido que el exterior sólo hacía un papel de estímulo, y que lo que realmente me desarrollaba era mi respuesta a ese estímulo, es decir, mi reacción interior.
Comprender esto significa darse cuenta de que, básicamente, no dependemos del exterior. Dependemos sí, en lo que se refiere a los estímulos. De no existir los estímulos, nada podríamos desarrollar, no podríamos existir. Pero, en lo que atañe a nuestros propios valores esenciales, no dependemos para nada de él. En ningún momento el exterior nos podrá comunicar ni la más pequeña noción de identidad, ni el más pequeño fragmento de valor intrínseco.
Así pues yo me doy cuenta de que, en las experiencias, yo puedo ser causa, en lugar de efecto, yo puedo ser núcleo irradiante, en lugar de ser solo un foco receptivo. Este descubrimiento, considerando que gran parte de nuestra vida la hemos pasado viviéndonos en tanto que producto, que consecuencia de ambiente, de las situaciones, del modo de ser de nuestros mayores, de nuestros iguales, de todo en fin, este descubrimiento de que uno es un foco, un punto de partida, un núcleo a partir del cual la vida se desarrolla hacia afuera, señala todo un nuevo campo, un nuevo enfoque. Podríamos decir que marca una polarización completamente nueva de la existencia.
Antonio Blay Fontcuberta. “Creatividad y plenitud de vida”. Editorial Iberia. 1977.
Imagen: Editorial Iberia
