El propósito de este intercambio es incluir a Dios en nuestra realidad, como algo evidente sobre lo cual podamos sostenernos. No lo tratemos como una idea discutible con la intención de responder intelectualmente a una incógnita; porque, sea cual sea la respuesta, la incógnita permanecerá. Justo por eso, a nosotros no nos sirve la fe basada en las creencias. Y además debemos contemplar la cuestión de Jesucristo: ¿Jesucristo es Dios que se encarna entre nosotros y se deja crucificar porque es la manera de redimirnos? Y si es así: ¿esto es un acontecimiento histórico que ya pasó y no nos compete personalmente?, ¿solo tenemos que creer que resucitó?
Fijaos que este Dios monolítico de la religión judaica, o de otras religiones, el Dios del Antiguo Testamento, es un ser situado en la cúspide de la pirámide: es el origen de todas las energías, controla el universo, legisla, juzga nuestra conducta y decide nuestro destino. En este panorama no jugamos ningún papel, tan solo podemos esperar que se apiade de nosotros por haber caído en la trampa de haber querido ejercitar nuestra libertad y habernos equivocado. Jesucristo aparece ahí como la víctima que Dios se ofrece a sí mismo para compensar la supuesta afrenta que le hemos hecho.
No parece que nos sirva esta imagen. Es cierto que nosotros no podemos explicar a Dios pero Él no has de explicar a nosotros. Y si resulta que Él vive un amor absoluto por sí mismo y nosotros somos totalmente contingentes, ¿qué le importa nuestro amor?, ¿por qué se tiene que preocupar por nosotros?
La cosa cambia radicalmente si resulta que Él es el ser que soporta nuestra individualidad y que esta individualidad la ha previsto Él mismo, hasta el punto de encarnarse en un ser humano. Entonces nuestra razón de ser no puede ser otra que la de volver a Él conscientemente. Ya lo dice Jesucristo: “yo soy el camino, la verdad y la vida”. Por lo tanto, el Dios que nos explica es necesariamente trino: Dios Padre nos da el Ser, Dios Hijo nos confiere la individualidad y Dios Espíritu Santo nos estimula a actualizar el potencial para que nos redescubramos como esencia.
Y la desapropiación es la clave, también en nosotros: no somos propietarios de nada pero nos descubrimos siendo cuando lo damos todo. Y cualquier gesto de querer apoderarnos de esto que no somos o de negarnos a entregarlo nos lleva por el camino de la amargura y no señala cual es la buena dirección. O sea que esto es algo más que una discusión teológica.