(El silencio es amigo íntimo de la Trinidad) (ADÁN DE PERSEIGNE, cisterciense del s. XII)
A veces pienso que somos demasiado atrevidos discurseando sobre Dios, para afirmarlo, negarlo e incluso mantenernos indiferentes. Los humanos estamos limitados en nuestro conocimiento, a causa de la estructura de nuestro sistema nervioso y de nuestro lenguaje, por eso no nos es posible experienciar el mundo directamente, sino sólo a través de nuestras abstracciones. A veces las percepciones y la lengua confunden al hombre creyendo que lo que expresa son los hechos con los que debe comprometerse; pues nuestra mente carece en ocasiones habituales de similitud de estructura con lo que está ocurriendo realmente. Y si esto es así en nuestro devenir intrascendente, ¿cuánto más tratando de la realidad trascendente por excelencia para el cristiano, como es la Trinidad en Dios? Cuando me refiero a ello me provoca un profundo estremecimiento, porque sólo sé balbucir un misterio con palabras, medios inadecuados.
Sin embargo cuando evoco en mi interior a Dios-Trinidad recurro a un Dios que es pobreza absoluta en su inmanencia; y que además es muy frágil, porque no tiene nada.
Pero la pobreza se expresa en comunión con otro u otros, no en un solipsismo. Así ocurre en la Trinidad de Dios: El Padre, que nos revela Jesús de Nazaret, es la Fuente, que recoge los atributos más fundamentales de Yahvé en el AT, sintetizados en esas dos expresiones destacables: misericordia (hesed) y fidelidad (emeth). Él, desde toda la eternidad, “engendra” de lo íntimo de sus entrañas maternas al Hijo, “el engendrado y no-creado” como lo dice nuestro Credo. Y Él que es el Padre (materno, valga la expresión) se vacía absolutamente al engendrar a su Hijo Único, el Verbo o Logos. Y se que queda solo con su nombre de Padre. El Engendrado, a su vez, volviéndose infinitamente a las entrañas maternas de su Padre, se vacía inversamente en Él; quedándose solo con la denominación de Hijo. Por eso “El Padre y yo somos uno” (Jn 10,30); “Yo no hago nada por mí mismo; digo lo que el Padre me ha enseñado. El que me ha enviado está también conmigo” (Jn 8,28-29); “Tú, Padre en mí, y yo en ti” (Jn 17,21). De esta corriente alterna de mutuo vaciamiento “procede” el Espíritu Santo, personificación del Amor por excelencia, que es la Energía primordial. Por eso todo amor es la expresión de un vaciamiento por “alguien”; y el vaciamiento o desapropiación a su vez es inyección de una energía a alguien. Dios realiza en el secreto más íntimo de sí mismo esta Pobreza, que es la primera bienaventuranza: “Dichosos los pobre de corazón o en espíritu, porque…” (Mt 5,3). Así, la Trinidad es una “danza dinámica”. La expresión preciosa que vale la pena retener, la forjan los Padres Orientales: Dios-Trinidad es Epicóresis, o sea coro danzante a tres. Danza dinámica en vaciamiento o desapropiación eterna que pasa de uno a otro, volviendo a su Fuente para salir de nuevo. Así el misterio de Dios-Trinidad es anti-estático, anti-frío, y anti-poder; es caluroso dinamismo de gozo despojante.
Y este amor es la suprema descripción de Dios en su misma inmanencia. “Dios es amor” (1Jn 4,8 ); que es paralela a las otros dos descripciones juánicas: “Dios es espíritu” (Jn 4,24) y “Dios es luz” (Jn 1,5). Además el amor es difusivo. Si el Amor es el Espíritu, como hálito que es, es “dador de vida” según el Credo. Por eso, según el libro de la Sabiduría, “el Espíritu del Señor llena la tierra y lo invade todo” (Sab 1,7). Entonces, nunca podemos ser “observadores” o “espectadores” en este mundo, en el cosmos; sino partícipes. Sin embargo, sufrimos todavía los efectos de la mentalidad cartesiana, y dividimos la realidad en dos partes. Por una parte la mente, o inteligencia y razón (res cogitans), que somos nosotros, frente a la separada realidad, la res extensa, todo lo que no soy yo. Y esto es deformante. Y nunca podrá llegar a afectar a la conciencia existencial un “pensamiento frío, inhibido y recortado”. Es preciso el calor de la “inteligencia emocional” para que sea efectivo en nuestra conciencia de creyentes.
Para colmo, refiriéndonos al Dios-Trinidad, podemos evocar el texto de libro de los Hechos de los Apóstoles: “En Dios vivimos, nos movemos y existimos, y somos de su propia estirpe” (Hch 17,28). Somos pues zona y partícipes del gran Cosmos, en donde no existe vacío alguno, sino la expresión de un vaciamiento o desapropiación: el Espíritu del Señor.
Los Padres Orientales han acentuado bien esta realidad. Pero hay en ello un drama, una contradicción: el hombre se ha convertido en posesor, a veces en esquilmador; tratando de obviar lo que no interesa y destruirlo en provecho propio, apropiándose solo lo que le interesa movido ciegamente por la formidable pasión del poder, la llamada líbido dominandi (según san Agustín y san Bernardo). Así se destruye la semejanza con Dios. Pero ello implica un gran drama para el mismo ser humano. Dios, o Cristo-Espíritu, no solo nos envuelve sino que anida en nuestro mismo fondo cordial; y ahí se le pretende asfixiar y aniquilar. Es el signo de la historia de siempre y muy actual. Por eso, la gran tarea y misión para el hombre en esta vida, no consiste en salvarse como nos lo enseñaba el catecismo, sino en salvar a Dios en y de nosotros mismos mediante la desapropiación o vaciamiento en el corazón de todo cuanto asfixia a Dios. Y eso no quita que podamos disponer de cosas para vivir, conforme a nuestras necesidades. Porque una cosa es tener para disponer y servir, y otra tener para poseer, y afianzarse.
Solo así podremos proteger la fragilidad infinita de Dios y liberarnos con Él, que es libre en su Espíritu, que “sopla cuando y donde quiere, y nadie sabe de dónde viene y a dónde va” (Jn 3,8 ). Además contamos con la cruz, que es el signo máximo de libertad y simplicidad desnuda. Y ahora que llega la Navidad se nos ofrece esta forma de vivirla; ofreciendo nuestro corazón como cuna a Jesús-Espíritu, frágil. En tal caso el Misterio de María su madre será para nosotros, misterio de ardiente actualidad.