Esta idea de que no podemos decir nada de Dios no es exclusiva de los hindúes, la comparten los neoplatónicos y aparece a menudo en las discusiones teológicas no dogmáticas. Se refiere no solo a la incapacidad de la razón para describir a Dios sino también a la inconveniencia de intentarlo, porque convierte a Dios en objeto y cualquier idea de Dios es un ídolo. Sin embargo, el Evangelio dice que a Dios nadie lo ha visto jamás, pero que a su Hijo lo hemos conocido en Cristo. Así que parece obligado que hablemos de Dios contemplando esta relación que también nos atañe a nosotros.
A pesar de que nadie lo ha visto, en la Biblia se explica un encuentro con Dios en el que dice su nombre. Nombre equivale a definición y Dios se define con la frase: “Yo soy el que soy”. A menudo la traducimos como “el Ser”, pero Juan Maria nos ha advertido que el concepto de ser de la filosofía occidental no es adecuando ahí. Este “ser” racional procede de la abstracción, se refiere a lo que tienen en común todas las cosas existentes, y no vale como traducción en el Sinaí: Dios se define como “El ser siendo”, “El ser que está presente en todo”. En Dios no podemos separar el ser del existir, no podemos imaginar un Dios inmóvil, impasible e impersonal que se complace en un narcisismo total. Otra vez nos encontramos con un Dios que se relaciona.
Y en el Verbo encarnado en Cristo lo encontramos en una entrega total, tanto a la voluntad del Padre como a nosotros, hermanos en la esencia. Dios es el ser siendo en cada uno de nosotros. Lo advertimos en el momento en que nos desidentificamos de la forma: a veces porque nos vemos rechazados y marginados más allá de toda razón y a veces porque nos ofrecemos por completo a los demás. En ambos casos surge en nosotros la conciencia de algo valioso e inconmensurable que ningún maltrato puede mancillar y ningún esfuerzo puede alcanzar.
Tanto en un caso como en otro descubrimos ahí un valor intrínseco, esencial. Lo cual significa que la esencia es amor. Dios es amor. Y claro, lo es intrínsecamente, sin depender de nadie porque Él es la única Energía, la única Inteligencia y el único Amor. Pero si el amor implica relación, Dios debe encontrar al otro en sí mismo y para sí mismo, se ha de querer a sí mismo en todo aquello que concibe y entregarse a realizarlo. Ha de dar el ser a todo lo que imagina, e imaginarlo experimentando y restituyendo lo que ha recibido: siendo y sucediendo. En Dios no hay un “Yo”, hay mucho más que eso, hay un potencial infinito que se actualiza en una multiplicidad también infinita cuyo sentido es el gozo en una comunión de amor. Y en esta entrega completa reside su libertad, porque ahí no hay sombra o límite que le impida volver a sí mismo.
Miremos de nuevo la imagen y semejanza: en nosotros el ser tiene la oportunidad de expresarse como amor y, si nos fijamos, eso es lo único que tiene sentido. Todo lo demás es un fenómeno que aparece y desaparece; no solo en el momento del nacimiento y de la muerte: todo el rato.