Invoco al Señor de mi alabanza y
quedo libre de mis enemigos.
Este es el tercer versículo del Salmo 17. Los dos primeros dicen:
Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza;
Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador.
Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío,
mi fuerza salvadora, mi baluarte.
Así que invocamos a Dios porque, previamente, tenemos claro que en Él reside no solo nuestro ser sino también nuestra capacidad de existir en este plano, actuando en él como portadores de su esencia.
No es lo mismo contemplar la realidad identificados con este cuerpo que tiene los días contados, o con esta mente tan limitada en su comprensión del universo, que hacerlo desde la conciencia de que Dios es el Sujeto último de esta existencia personal y colectiva en la que estamos participando. Nuestro cuerpo y nuestra pequeña mente ven enemigos por todas partes, mientras que el ser esencial que somos contempla retos y oportunidades de actualizar el potencial.
Ambos tienen razón, cada uno en su plano. La cuestión es con cuál de ellos nos identificamos y lo llamamos Yo.