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l Monacato. Una Revolución actual y permanente
30.12.11 | 08:46.
Como explica José Mª. Castillo en su libro “El Futuro de la Vida Religiosa”, el primitivo monacato, nacido en Egipto y otros lugares del Cercano Oriente hacia finales del siglo III, al salir de las ciudades y marchar al desierto, no hace otra cosa que practicar el modo de protesta que los rebeldes, disidentes y marginados sociales de la época solían emplear para expresar su rebeldía con el sistema social dominante.
Por ello, los monjes serán vistos con mucha desconfianza por la Iglesia institucional del Imperio hasta que San Atanasio de Alejandría no salga en defensa del monacato (buscando seguramente recuperar su fuerza y autenticidad para evitar la burocratización de la Iglesia institucional), escribiendo una biografía elogiosa de San Antonio, considerado el primer monje ermitaño, la llamada Vita Antonii.
El monacato no intentaba otra cosa que vivir el cristianismo de forma integral, recuperando su carácter profético y “revolucionario”, es decir, su carácter alternativo al sistema dominante o “mundo”, entendido como un modelo social dominante basado en el dinero, el poder o el prestigio y contrario al Evangelio. El cristianismo primitivo se concebía a sí mismo realizando en la práctica, aquí y ahora, de un modo histórico y universal, si bien no todavía perfecto, la promesa central de la Biblia: salir, apoyados en Dios, del sistema basado en el egoísmo (éxodo) hacia la Tierra Prometida (el Reino).
Los primeros cristianos ven en Jesús al Cristo liberador, el que nos capacita gratuitamente para vivir de un modo nuevo, humano, fraterno y libre, y, por eso, serán seguidores de “este Jesucristo”. No es pues un movimiento político en el sentido de un movimiento que busque el poder, sin cambiar el modo de ejercerlo, pero tiene una fuerte carga política en la medida que pone en cuestión las bases del sistema social dominante y desea sustituirlas por otras, el Amor o fraternidad más allá del ego; intenta así ordenar la vida, no basándose en la justicia entendida como retribución (dar a cada uno lo que se merece), sino entender la justicia como un colocarse del lado de los más pobres y débiles, sabiendo que en último término todo nos es dado por la Realidad o Dios, más allá del ego; tomar conciencia de que todos somos pobres y necesitados. Descubrir que abrirse a la transcendencia es abrirse a los pobres. Esto supone establecer unas nuevas relaciones entre los hombres que no se basen en la dominación de unos sobre otros.
Como explica el teólogo Antonio González en su libro “Reinado de Dios e Imperio”, esto es lo que está detrás de la famosa frase del Evangelio: “Devolved a Cesar lo que es de Cesar y lo que pertenece a Dios, a Dios”. No se trataría de que Jesús diga que hay que separar la religión y la política (otra cosa es separar iglesia y Estado), sino que pide separarse del sistema dominante representado por Cesar (de ahí que diga “devolver” y no “dar”, como algunos traducen) y devolver a Dios lo que le pertenece, el Pueblo, dominado por los dirigentes religiosos. Llama a una revolución espiritual y social hecha desde el Amor.
Lo que plantea el monacato es ser fiel a este mandato, señalando la necesidad de que la revolución sea permanente y actual; es decir, no se trataba (ni se trata) de tener el poder social, sino de vivir aquí y ahora, y primero en uno mismo, lo mejor posible, los valores del Reino (fraternidad, igualdad, libertad podrían expresarlos bien).
El monacato era consciente de que la revolución cristiana, que se había hecho desde las bases y la persecución, estaba siendo institucionalizada y burocratizada, en aquel sigo III, perdiendo su carácter transformador del sistema. Denunciaban los monjes esta burocracia que ya no era “revolucionaria” o cristiana en plenitud.
A lo largo del tiempo el monacato intentará contribuir a que esa revolución se plasme en la sociedad, colaborando con los movimientos de reforma y actuando según los medios y las circunstancias de cada momento. Para el monacato benedictino esta idea de un orden armónico personal y social es lo que está detrás del lema de la orden: Pax, paz. Alcanzar la Paz es la forma de describir ese nuevo estilo de vida, tanto personal como social, basada en la armonía, la fraternidad, la justicia, la resolución no violenta de las tensiones sociales… Los monjes benedictinos contribuyeron, a su manera, en los diversos movimientos que en Occidente se vivieron para mejorar la justicia y la ordenación de la sociedad, por ejemplo, apoyando el movimiento de reforma de Carlomagno en el siglo IX, o la renovación social del siglo XI y XII, en la que los cistercienses tomaron un papel muy activo. Por supuesto, todos estos modelos eran muy primitivos e imperfectos, no pueden servirnos de modelo hoy, pero sí nos indican la importancia de que los ideales de cambio y renovación social deben continuar hoy (hay mucho que mejorar), apoyados también por ,y en, los monjes.
El monacato podría tener pues un mensaje permanente para todo movimiento que busca el cambio social de verdad, la revolución espiritual y social. Paso a señalar algunos de estos posibles mensajes monásticos:
1) La Revolución no debe caer en el oportunismo, es decir, en esperar el cambio en el futuro para justificar el acceder ahora al poder sin transformarlo, renunciando a la transformación actual de las cosas para hacerlo en un futuro que nunca llega. Para evitar esto debemos “salir del sistema”, devolver al Cesar lo suyo, que no quiere decir necesariamente no participar en la vida social, sino no asumir la lógica del sistema y actuar desde otra lógica: la de la Revolución. Esto es: vivir en el mundo sin ser del mundo. Por eso, el monacato genera ya aquí y ahora comunidades, que intentan plasmar, de un modo siempre imperfecto, el proyecto del Reino.
2) La Revolución no debe caer en el sectarismo. Buscar el cambio sólo para un grupo de “puros y elegidos”, que viven de acuerdo en todo a un modelo considerado el ideal, excluyendo al resto. Se debe buscar el cambio para todos, el bien para tod@s; esto supone, reconocer la verdad en otras visiones diferentes a la propia, considerada como ideal, y reconocer las limitaciones y errores propios. Intentar que nuestra visión sea lo menos excluyente y lo más abarcadora posible, sabiendo que siempre será limitada y sujeta a error. El mismo marxismo, el pensamiento revolucionario actual más rico y fecundo (cuando no ha caído en el dogmatismo estalinista o maoísta), señala la necesidad de que el pensamiento revolucionario sea un “pensamiento dialéctico” que llegue a la síntesis de las diversas visiones opuestas, entendidas como tesis y antítesis que deben superarse.
3) La Revolución no debe caer en el reduccionismo; es decir, en excluir dimensiones de la realidad que nos constituyen. No basta tener en cuenta, ni sólo la realidad material e histórica, ni sólo la espiritual; hay que tener en cuenta todas las dimensiones de la realidad. Esto también es señalado por el marxismo, si bien en sus formas más degeneradas se ha olvidado; como recordaba Engels, no se trata de creer que la única dimensión es la material, sino de ser consciente que todas las dimensiones están mediatizadas por esta dimensión, si bien todas se influyen unas a otras. La revolución no puede ser sólo social, económica o política, debe ser personal, cultural y espiritual. Y esto es fundamental para no crear monstruosidades totalitarias. Es importante aquí señalar que la revolución no se puede hacer desde el ego (el subjetivismo) sino apoyados en la Realidad, más allá del ego, entendiendo ésta como la entendamos: Historia, Misterio, Dios… Para los cristianos sin apoyarse en lo que está más allá de mi ego, la Gracia, Dios… no será posible un cambio verdadero.
Esto supone, reconocer en el ser humano una realidad más allá del individuo o el ego, la persona, que se caracteriza por su libertad y que es inviolable; es decir, nunca puede ser sacrificada a la colectividad, si bien, sólo puede realizarse en la relación con los demás; la persona es una realidad comunitaria y relacional y no un ego individual, como cree implícitamente el capitalismo liberal. De ahí la necesidad de sociedades que permitan que las personas se realicen en plenitud y no sean puestas por debajo de intereses económicos, burocráticos o tecnológicos.
Otro elemento importante para no caer en el reduccionismo es no cortar ni despreciar las tradiciones de la humanidad. Ellas transmiten la experiencia humana y son guía para humanizarnos. Ahora bien, las tradiciones tienden a anquilosarse y a quedarse fijadas en elementos no esenciales. La revolución no rechaza la tradición humana, sino que intenta depurarla de sus elementos espurios y decadentes, para poder vivir los elementos esenciales de esa experiencia que las tradiciones nos transmiten.
4) La Revolución ha de ser permanente. Es el aspecto escatológico del cristianismo, es decir, nunca se realiza en plenitud la “sociedad ideal”, el Reino, si bien eso no debe ser motivo para no ir caminando en la historia hacia esa Utopía. El Reino se va realizando ya aquí y ahora cuando se viven sus valores, si bien, su plenitud es para más allá de la historia actual. Esto supone relativizar todos los sistemas políticos, por muy humanizadores que sean, y ser siempre críticos y creativos para mejorarlos, a la vez, que capaces de reconocer los logros de la humanidad y de los diversos sistemas sociales que ha creado.
Evidentemente hoy el monacato ya no tiene de forma tan visible esta dimensión “revolucionaria”; como suele ocurrir con los movimientos de cambio y alternativos, que consiguen tener éxito, terminan perdiendo energía transformadora a medida que se van burocratizando. Es, por ello, que cada cierto tiempo se necesita volver a recuperar sus ideales primitivos y reactualizarlos en cada época de acuerdo a las circunstancias del momento.
Cristianía, en cierta forma, querría ser una experiencia que ayudara a recuperar esta dimensión monástica fundamental: la dimensión “revolucionaria”, en el “buen sentido” de la palabra (cambiar, de verdad, de forma integral, para humanizarnos más).