Conforme te adentras en la película, toda ella se convierte en un teatro de titiriteros que representan los diferentes enfoques que adopta la existencia.
Seguramente en contra de la opinión de cuando la vi por vez primera, hace muchos años, el personaje que de entrada me parece más simpático es el del escudero, que no se cree nada y anda por el mundo aprovechando sus oportunidades de una forma abierta, sin subterfugios. Porque el noble que busca pruebas de la existencia de la divinidad, hace lo imposible por diferir la experiencia que le sacaría de toda duda: la muerte que sabe cierta por su educación filosófica. Mientras el escudero le resuelve los problemas materiales y le permite andar por ahí de buena persona, él utiliza el intelecto para intentar eludir sus propias conclusiones. Esto es lo que simboliza la partida de ajedrez en la que él mismo revela su estrategia al supuesto contrincante.
Los demás personajes que aparecen son un soñador: cobarde y buena persona; un religioso: estafador y malvado; un comediante: embaucador y efímero; un herrero: violento y tonto; una mujer: lasciva y astuta y una bruja: cándida y engañada. Estos caracteres sobresalen en una masa que oscila entre la crueldad y la culpabilidad. El conjunto se resume en este Dies Irae que recorre el territorio.
La muerte los iguala a todos, con excepción de la muchacha: madre, bella y abierta a cualquier situación; incluso a la muerte que recibe como un descanso, una liberación y un premio por una vida entregada. Por eso la muerte la respeta junto a los que ella incluye en su existencia.
Desde luego, esta es una trascendencia real, no de ideas.