Las reglas del juego

 Reconozcámoslo abiertamente: tenemos la dicha de ser testigos del cambio, la transformación que se produce a lo largo y ancho de esta aventura llamada vida. Debemos considerarnos afortunados por poder presenciar tal espectáculo dinámico y poder constatar cómo estos cambios se van generando (a veces tímidos, a veces raudos) en campos como la medicina, la física, la química o la política (tal vez en este último los avances sean más difíciles de percibir).

En este artículo quería hablaros de otro ejemplo más de esa evolución: el maravilloso mundo de los videojuegos. Pensadlo por un segundo: hemos sido capaces de cambiar desde un par de barras que simulaban un partido de tenis monocromático con una pelota cuadrada, a mostrar, de manera maestral, unos gráficos completamente realistas. Personalmente, me parece alucinante como tantísimos otros logros que hemos conseguido como seres humanos.

 

Pues bien, recuerdo que era pequeño cuando me lancé con mi primer videojuego. Como es natural, los inicios no fueron fáciles: me quitaban vidas una y otra vez, no atinaba con los controles y no avanzaba ni a la de tres. Aun y con esas, me divertía con ello como lo que era: un enano. Probaba este movimiento por aquí, este otro por allá, perseveraba como si hubiese una fuerza, una voz interna que me animase a ponerlo todo en marcha. No pensaba en que fuese a terminar nunca ni en el éxito ni en los objetivos finales a alcanzar. Simplemente jugaba.

 

Pero es cierto que llegó el día en el que algunas personas de mi entorno (mis padres, mis primos o amigos, por ejemplo), me quitaban el teclado y me bombardeaban con consejos que yo no entendía y que no encajaban: “No seas tonto, salta”, cuando en verdad lo que yo quería  era coger el camino de la derecha; “métete ahí, ya verás”, cuando en realidad me apetecía romper unos pocos ladrillos. También me soltaron, de buenas a primeras, que lo verdaderamente divertido del juego era llegar al final y verle la cara al malo malísimo y, cuando le derrotas, se desbloquean niveles extra.

 

Pasan los años y después de tantas horas empleadas, tantos consejos por aquí y por allá, y tanta dedicación, parecía que había encontrado por fin la manera de desenvolverme cómodamente en mi juego. Sentía que iba perfeccionando la técnica, los controles, conociendo trucos, combinaciones fantásticas y atajos nunca vistos. Aumentaban mis créditos y mis vidas. Poco a poco, avanzaba a través de los distintos niveles programados y me sentía feliz cuando los superaba (y hasta saboreaba el ansiado momento de enfrentarme con el malo). Eso sí, y esto es llamativo, estaba tan dentro del videojuego que, por ejemplo, a veces dejaba de comer si no conseguía pasar de nivel o empezaba a acortar las horas de sueño para acercarme más y más al objetivo marcado. He de reconocer que hasta sufría los golpes del personaje como si fuesen los míos propios (llegué a esquivar literalmente objetos que aparecían en la pantalla con movimientos de cabeza).

 

Pero, por desgracia, llegó un día en el que aparecieron complicaciones no previstas en las instrucciones iniciales, en el mapa trazado, en la trayectoria proyectada: me estancaba en ciertos niveles una y otra vez, caía en las mismas trampas, en los mismos precipicios y saltos y descubría que todas esos créditos y vidas que tenía en la recámara parecían no ser suficientes para avanzar. Entró en escena la temida ansiedad, ansiedad por no poder continuar según lo previsto, por no poder enfrentarme al esperado jefe final, a ese que tanto me hablaron y que endiosé. Comencé a mostrarme irascible y a echarle la culpa  al teclado o a la pantalla donde se proyectaba el juego. “¿Cómo iba a tener yo la culpa si he hecho lo que me aconsejaron en todo momento? Yo no tengo la culpa de nada”. Continué jugando pero empecé a perder el empuje, el aliciente y las ganas de seguir.  En mi desesperación, probé con remedios, parches fáciles que buscaban soluciones instantáneas que no hacían más que hacerme volver al punto de partida y malgastar créditos y vidas. Me desesperaba aún más. Bloqueo.

 

Y aquí llega la buena nueva: cuando parecía que había perdido todas mis créditos, mis vidas y mis ganas de seguir, cuando di todo por perdido y estuve a punto de rendirme, de tirar la toalla, fue cuando, por arte de magia, pegué un golpe en el teclado de la rabia que sentía: “basta ya, no puedo seguir así”.

 

Y, “et voilá”. Había pulsado una tecla no conocida, un control nuevo: había cambiado completamente la vista del juego. Pasé de la Pantalla 1 a la Pantalla 2 (ver arriba),

 

Alucinante: ahora podía observar, en pequeños y breves flashes, al jugador en la propia pantalla de juego. Lo que yo no sabía en realidad es que, una vez pulsada esa tecla, ya no hay vuelta atrás (o por lo menos, para mí). Las reglas del juego cambiaron completamente. Percibo, cuando pulso la tecla y se activa ese modo, que los golpes que antes me había dado, las vidas que había perdido o el ansia de encontrar al malo perdían tono, se relajaban, se diluían. Descubría que todo eso no era mío. Durante esos “relámpagos visuales”, era como si, por ese bello instante, volviese a jugar ese niño que un día disfrutaba sólo por el mero hecho de jugar. La diversión está servida.

3 comentarios en “Las reglas del juego”

  1. Lo que más me gusta es el disfrute por el juego, recuperando ese niño interior. El gozo de disfrutar de todo lo que hacemos, recuperando eso que habíamos perdido: la magia del juego, del vivir.
    Gracias Iván.

  2. Bueno, yo diría que en tu caso ese niño juguetón se ha aferrado a la pantalla con tal fuerza que no lo echan ni con aceite hirviendo, y haces bien que así sea.

    Mi enhorabuena por este fantástico artículo Iván.

  3. Jordi Sapés de Lema

    Sí, el problema está en la culpa. Hay una visión de la realidad que se levanta sobre la negatividad: no sabemos, no valemos y no podemos. Y claro: alguien ha de tener la culpa. Es el único consuelo que nos queda, que la culpa no la tengamos nosotros.

    Esto se supera tomando conciencia de que vemos, valemos y podemos; al menos un poco; lo suficiente para responder a lo que tenemos delante. Sin prisas por llegar al final, porque vete a saber dónde está el final y si hay final.

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