En nuestra existencia todos vivimos en carne propia un abanico muy amplio de emociones y sentimientos, desde los que consideramos positivos, agradables y placenteros hasta otros más molestos, desagradables o perniciosos.
Al mismo tiempo, y como algo que con frecuencia se considera consustancial al ser humano, solemos ser muy sensibles a las dinámicas que generan estos sentimientos, hasta el punto de que para valorar cómo ha sido la vida de cualquier persona, si tenemos la noción de que su “balanza emocional” se decantó en vida del lado “negativo” fácilmente afirmaremos que esa persona no levantó cabeza. Podríamos decir, vox populi, que la mayor o menor vivencia de determinadas gamas de sentimientos parecen marcar la bondad o desgracia de una existencia: “Tuvo una vida feliz” o “fue un desdichado”.
En contraposición, en el Trabajo afirmamos que nuestra realidad esencial está hecha de inteligencia, amor y energía, y que el sentimiento inherente a esta naturaleza esencial es, en todo momento, la felicidad. Parece ser que nos encontramos pues ante una dicotomía entre esta afirmación de plenitud positiva de nuestra naturaleza esencial y la amalgama diversa y oscilante de registros emocionales que todos llevamos a cuestas con mayor o menor fortuna.
Hay, sin embargo, un camino de entendimiento para esta encrucijada el cual, curiosamente, atiende ambas partes.
Como sabemos a través del Trabajo, todo sentimiento es el resultado de un juicio previo, de una valoración que hacemos de determinada situación. Se nos dice también que, dependiendo del nivel de conciencia en el que estemos, esta emoción emana o bien de los prejuicios del personaje o de una visión despierta de esa situación. A poco que nos hayamos movido en este nivel de conciencia despierto, descubrimos enseguida que la observación de la realidad no conlleva ningún juicio negativo, sólo la constatación de determinada circunstancia, que, al poner verdadero interés en verla, nos propone una actuación determinada, actuación que no deja residuo y que es independiente del resultado obtenido, porque sencillamente hacemos lo mejor que podemos hacer. La paz, la calma y una sensación de bienestar y placidez que nos acompaña en estas dinámicas no hacen sino dan fe de que estamos, como mínimo, cercanos a esta experiencia de felicidad per se, plena, que en su día se nos anunció.
Si esto es así, y es algo que está en nuestra mano constatar experimentalmente, podemos deducir que el resto de registros emocionales, especialmente los negativos, aunque no sólo ellos, ya que también podemos reparar en algunos considerados positivos que suelen estar teñidos por ejemplo de excitación, tensión, u orgullo, en verdad no hacen sino mandarnos, a través de su manifestación, un mensaje muy significativo: estamos juzgando la realidad desde un nivel de conciencia limitado, parcial, sesgado. Así, la angustia denunciará un juicio severo, o una expectativa de futuro que se revela excesivamente pesimista; la tristeza por una relación perdida dará fe del excesivo optimismo con el que dibujamos en un momento dado una determinada realidad; y un sentimiento de inferioridad o de incapacidad, certificará un desajuste en las varas de medir que nos autoimponemos, muchas veces sin ni siquiera saber porqué.
Así pues, los sentimientos devienen un baremo, un indicador en grado e intensidad de nuestro nivel de conciencia.
Otra cosa es que sea fácil atender a los sentimientos desde esta perspectiva, y aprender a manejar su significado revelador. El principal problema reside en que debido a su fuerza, pero sobre todo a un hábito que se extiende y difunde de generación en generación, tendemos a identificarnos con nuestros estados de ánimo, a vivirnos en ellos a pesar del desgarro que nos puedan provocar, y del desajuste interior que revelan. En determinadas circunstancias, esta identificación puede hacer que la simple lectura de este texto genere, en quien se aferre a ellos con fuerza, una reacción incluso irritada con la que tratará de reafirmar su postura y, por tanto, se alejará de cualquier reflexión.
Sin embargo, para las personas que hacemos el Trabajo y que hemos tenido la oportunidad de transitar por niveles de conciencia despiertos sabemos que hay algo más, un lugar muy alejado de estas tribulaciones y del cual emana una calidad y una calidez muy superior, algo que se reafirma a sí mismo a pesar de la brevedad con la que lo degustamos, o precisamente por eso. Sabemos que podemos poner un contrapeso en el otro lado de la balanza, y que por poco que lo tengamos a mano, nuestra elección se decanta rápidamente hacía él. Está claro que tenemos que ir por ahí y, desde ahí, atender a los sentimientos y la información que nos descubren
Blay resumía toda esta exposición en unas pocas frases referidas en concreto al sufrimiento
El sufrimiento es la consecuencia del error; allí donde hay error inevitablemente hay sufrimiento. El sufrimiento nos está señalando allí donde nosotros estamos funcionando mal; aquello que nos hace sufrir nos está indicando concretamente algo que hemos de desarrollar más o algo que hemos de cambiar en su esquema.
Así pues, los sentimientos pueden devenir una guía completa de nuestra realidad interior, una guía riquísima en registros que nos permitirá, en tanto sepamos descifrarlos, calibrar nuestro estado actual a través de la percepción de un sentimiento en grado e intensidad, el cual no tan sólo avisará, sino que también orientará hacia la dirección correcta. Tenemos pues, un lenguaje por aprender, un lenguaje a través del cual, a medida que vayamos ganando en destreza, podremos acceder a un nivel de conciencia más elevado.
Discriminar es la palabra clave.
Desde mi experiencia he observado dos tipos de registros por lo que hace a la afectividad.
Un registro consiste en las emociones, lo mismo si son placenteras como adversas, que devienen de la identificación. La identificación del personaje, siempre acarrea un apego al que este no puede sustraerse, y por tanto conlleva el mecanismo de repetirlas. En ellas hay mucho ruido y mucha movida, es decir, un descentramiento, un quedar subyugado sin ser dueño de sí, tanto en el sentido de disfrutar como en el de sufrir.
El otro registro son los sentimientos profundos que provienen del amor del ser. En estos no hay apego porque tenemos conciencia de que surgen de nuestro ser, y podemos ejercitarlos cuando queramos sin esperar retribución externa. No se depende de lo que hagan los otros. Estos sentimientos llenan de felicidad, libertad y paz, puesto que se ha soltado la dependencia del interior con respecto a los pensamientos del personaje y a los estímulos del exterior por lo que hace a las respuestas reactivas al entorno del personaje.
Discriminar es la palabra clave.
Desde mi experiencia he observado dos tipos de registros por lo que hace a la afectividad.
Un registro consiste en las emociones, lo mismo si son placenteras como adversas, que devienen de la identificación. La identificación del personaje, siempre acarrea un apego al que este no puede sustraerse, y por tanto conlleva el mecanismo de repetirlas. En ellas hay mucho ruido y mucha movida, es decir, un descentramiento, un quedar subyugado sin ser dueño de sí, tanto en el sentido de disfrutar como en el de sufrir.
El otro registro son los sentimientos profundos que provienen del amor del ser. En estos no hay apego porque tenemos conciencia de que surgen de nuestro ser, y podemos ejercitarlos cuando queramos sin esperar retribución externa. No se depende de lo que hagan los otros. Estos sentimientos llenan de felicidad, libertad y paz, puesto que se ha soltado la dependencia del interior con respecto a los pensamientos del personaje y a los estímulos del exterior por lo que hace a las respuestas reactivas del personaje a su entorno.