Necesitamos un humanismo espiritual

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Según decía Blay, “Cuando yo vivo sólo lo externo es cuando vivo lo que me separa totalmente de los demás, pero cuando yo vivo mi conciencia profunda es cuando descubro mi parentesco con los demás. El otro es alguien que resuena como yo. Podríamos decir que descubro que él y yo somos uno; que es lo mismo que descubrir que él y yo somos uno en el Centro Supremo que llamamos Dios”.

     Esta experiencia es la raíz de la auténtica espiritualidad. Una experiencia de Dios que no puede ser monopolizada por ninguna religión o sistema de pensamiento y que, no solo es posible, sino que también es necesaria para que todo ser humano llegue a la conciencia de su propia identidad.

 

     Hablamos de la experiencia de la realidad ordinaria vivida desde el espíritu. No basada en dogmas o creencias, ni apoyada en una moral o en unas normas de conducta determinadas, sino contemplando el mundo y moviéndonos por él desde una conciencia recuperada de ser. El espíritu es el potencial, la capacidad de comprender la realidad, de amar a nuestros semejantes y de colaborar con ellos para hacer un mundo mejor. Experimentarlo es actuar así, de forma consciente y voluntaria, en todo momento.

 

 

     La experiencia del Ser implica la utilización consciente, voluntaria y expresa de nuestras capacidades tanto en nosotros como en nuestro entorno. Es el cimiento de nuestra estructura individual y el germen de nuestra proyección en el colectivo que nos envuelve. Cuando respondemos a lo que el entorno nos presenta, tomamos conciencia de que no existe un yo personal independiente, porque para pensar, sentir y hacer es indispensable un objeto que pueda ser pensado, evaluado o transformado. Así que nuestra evolución personal adquiere de forma natural un componente impersonal que nos hace conscientes de pertenecer a algo superior que nos incluye: la familia, la nación, la civilización, la humanidad, los entes dotados de conciencia… Hemos nacido en el seno de estos colectivos, no somos simples figuritas de un diorama que se colocan en él cuando ya está creada la escena: formamos parte del diorama; estamos hechos en él y le damos forma creando la realidad a cada momento.

 

     Tomar conciencia de esta dimensión colectiva es el primer paso en la experiencia de lo superior. El amor es lo que define al ser humano, no la racionalidad: la racionalidad puede actuar en base a presupuestos egocéntricos, el amor no. No hablamos de sentimentalismos, de filias y fobias, hablamos de implicación en la colectividad, de participación, de responsabilidad, de voluntariado. Y también de aceptar la herencia social recibida: en lo que tiene de bueno y en lo que conviene mejorar.

 

     Así que la espiritualidad no puede ser algo en lo que refugiarse del malestar social, sino todo lo contrario. No sirve para escapar del mundo sino que sirve para procurar que lo Superior descienda a este plano terrenal e ilumine el ámbito en el que participamos. Pero eso implica tener algo que decir, en vez de seguir la corriente al sistema. Y, cuando un ser humano tiene algo que decir se sale del guión establecido y sus actos resultan impredecibles. En esto reside la esperanza de superar la situación actual de bloqueo y regresión que estamos sufriendo.

 

     De todo esto tendremos oportunidad de hablar en el III Congreso de ADCA que se celebrará en Barcelona el próximo octubre en la ponencia que presentaremos para invitar a la espiritualidad “activa” y comprometida que este mundo necesita.

 

Cruz Ruiz Feal, Cointa Pazos García y Pilar Lainez Pardos. Artículo introduciendo la ponencia del III Congreso de ADCA titulada «Hacia un humanismo espiritual».

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