A raíz del texto de Antonio Blay escogido este mes, en el que Blay acota con su precisión habitual los ámbitos de la visión despierta y del pensamiento concreto, creo conveniente remarcar un aspecto del Trabajo en que estas precisiones tienen especial valor, y utilidad. Uno de los primeros descubrimientos que solemos hacer cuando empezamos con despertadores y diarios es que la manera en la que usualmente interpretamos la realidad que nos envuelve y, en consecuencia, la forma en la que respondemos a sus retos, parte de unas premisas mentales que, en forma de juicios y pensamientos, definen nuestras posibilidades de actuación y las enmarcan en unos márgenes tan estrechos como presuntamente inevitables.
Y es así porque, tal y como pensamos en un principio la realidad, nos es imposible encontrar otra manera de actuar que como lo hacemos, a pesar de los berenjenales en los que nos sumerjan nuestras acciones y, aunque a menudo constatamos en nosotros un regusto más o menos agridulce según las consecuencias que suframos, este sinsabor, que no es sino una alerta punzante de la falibilidad de nuestro esquema mental, suele ser padecido sin más, lo cual permite reproducir estas dinámicas de valoración y actuación tantas veces como nuestra resistencia psicológica, y en extremos incluso física, lo permita. A menudo nuestra llegada al Trabajo se produce cuando esta resistencia se ha quebrado, o somos conscientes de la inminencia de dicha rotura, ya que es entonces, y sólo entonces, cuando nos planteamos otras posibilidades, y las palabras que oímos en el curso de introducción al Trabajo puedes ser escuchadas y tenidas en consideración por nuestro intelecto.
El carácter práctico de este Trabajo hace que pronto este dinámica mental que mueve nuestros hilos no tan sólo haga cada vez más evidentes sus distorsiones, sino que descubramos primero y constatemos inmediatamente después que hay otra manera de entender la vida, y por tanto de manejarnos en ella, una manera que se basa no en la aplicación inconsciente de esquemas mentales limitantes y limitados, sino en una visión directa de la realidad exterior desde una vivencia directa de nuestra realidad interior. Pisamos el terreno con los ojos abiertos, y no a través de un mapa mal dibujado que, a fuerza de poner nuestra atención sólo en él, se convierte en una venda. Es el Ver del cual habla Antonio, el Ver que transforma.
Este descubrimiento deviene muy esclarecedor, por breve que sea, ya que un solo instante da fe de su existencia; sin embargo, la forma en la que debe asentarse en nosotros es, por su propia naturaleza, gradual, ya que cualquier intento de acelerar el proceso de maduración que cada cual precisa para moverse con soltura en este, o en cualquier otro nivel de conciencia más profundo, es en un principio frustrante y, con suerte más pronto que tarde, una muestra más de antiguas idealizaciones. Sin embargo, esta disposición paciente, por real, que se nos pide tiene muchas contrapartidas, porque en el largo camino que el Trabajo nos propone recorrer y que nos lleva del personaje al yo experiencia primero y a la impersonalidad después, siempre encontraremos otra puerta que abrir, otra realidad más profunda e inclusiva que ver de forma eminentemente recreativa ya que, y también como seña de identidad de este Trabajo, cada nivel de conciencia que asentemos en nosotros siempre será operativo, siempre nos permitirá no tan sólo una contemplación, sino también una actuación, una actualización en la existencia de esta realidad interior que descubramos, por inmensa y profunda que esta sea.
La frase “presuntamente inevitable” que cita Jordi en el primer párrafo de su artículo, la descubro como un reto para ejercer la combatividad en el trabajo.
Cuando se parte de creencias instauradas y refrendadas por la sensación de realidad no se puede evitar ni cuestionar la respuesta. La contaminación emocional que reactivan los prejuicios, da sensación de realidad. Y desde ahí cuesta desasirse de esta supuesta realidad, ya que las emociones están hechas de substancia afectiva real. ¿Pero a quien sirven estas emociones? Pues a unas creencias que no se han revisado. No se quiere ver lo que hay, sino lo que nos gustaría que hubiera. A esto se añade que el personaje está cargado de razón, y puesto que su razón es lo más seguro que tiene, ha puesto el piloto automático y se dedica sistemáticamente a no escuchar y a no ejercitar el ver. Estamos presos de un modelo, de un significado, de una conclusión. Y no cuestionamos nada más, no investigamos sobre el terreno, nos asusta dar el paso de lo conocido a lo desconocido.
Cuando estamos en el personaje ignoramos la verdad de lo que está sucediendo, que por otra parte es matemáticamente precisa según las coordenadas que en aquel momento están en juego.
La capacidad de ver depende de la profundidad del observador. En una primera fase del Trabajo, la capacidad de ver es la del personaje de cada individuo, es una visión encajonada y llena de tensiones, donde el yo idea y ideal dominan la voluntad y las acciones. En una segunda fase, la capacidad de ver para el individuo pasa a ser un centro, podriamos decir sólido (almenos asi se percibe), desde donde tomamos las decisiones de un modo personal y al mismo tiempo mas libre que en la anterior fase. En la tercera fase la visión se convierte en nuestra identidad, el punto sólido se traspasa, y se nos ofrece una visión impersonal y clara, en este nivel de profundiad el cambio es abrumador y se hace evidente aquello que muchs veces decimos; Yo soy inteligéncia. Gracias Jordi Calm por este articulo. Un abrazo
Gracias a ti, Jaume. Añadir a tus palabras o, mejor dicho, remarcar, el carácter vital y holístico de este proceso que comentas ya que es, por su propia naturaleza, un camino de vida y un camino de realización cuyo punto final sólo lo marca nuestra capacidad, combativa parafraseando a Rosa, de progresar en él.