Cuando en la vida nos vemos en la necesidad de recibir golpes y pasar por amargos desengaños que nos llegan sin buscarlos, contra toda aparente lógica y justicia, si sólo vivimos tales situaciones de un modo personal, convertiremos muchos momentos de nuestra vida en tragedias. No se trata, para evitarlo, de cerrarnos a las experiencias desagradables, volviéndonos insensibles, sino de ampliarlas hasta llegar al fondo de la experiencia, a donde no llega ya su bofetada. Sin este trabajo interno no existe forma posible de solucionar problemas de esta índole. La solución llega buscando la verdad positiva, profunda, última de la cosa. Nunca contraponiendo una verdad parcial frente a otra verdad también parcial, que jamás arrojarán una solución total.
El dolor puede servirnos de gran utilidad, no como mecanismo de descarga, pues con frecuencia no podemos usarlo con este fin, sino porque nos obliga a reconocer que no podemos apoyarnos y vivir dependiendo del objeto que ha provocado el dolor. Sentimos dolor porque estamos asidos a las cosas, física, afectiva o mentalmente.
Amamos a las personas, y una enferma, otra muere…; eso nos causa un dolor que, vivido desde un punto de vista personal, es un drama, pero si subimos a un nivel más universal, sin cerrarnos al personal, aunque en el hecho adverso medie un aspecto doloroso, se produce al mismo tiempo una desidentificación del lazo exclusivo que nos unía a aquella persona. El problema no está en que amemos, sino en que nuestro amor se confunda con la posesión de la persona amada. El amor, desde un nivel superior, deja de ser una identificación para convertirse en una irradiación de amor, en un deseo de bien para el ser amado.
Todos los dolores de la vida van produciendo en mayor o menor grado este efecto de desidentificación. Si no llegan a producirlo del todo, el sujeto se verá una y otra vez en situaciones similares de disgusto y amargura que enturbiarán su equilibrio, hasta lograr por fin conformarlo con el ritmo de la vida.
El punto de vista personal y egocentrado no encuentra ninguna ventaja en el dolor ni puede dar con su explicación. Es un cuadro que no se puede mirar desde cerca, con una mentalidad estrecha que abarque sólo el aspecto inmediato. Así nunca tendrá sentido. La única posibilidad de hallar la correcta perspectiva es situarse en la línea de la vida, evitando la rigidez que encoge nuestra visión. Sólo desde el punto de vista de la vida se percibe el conjunto y cada una de las pinceladas se integra en una unidad. Esta perspectiva responde a la misma naturaleza del mal que miramos y nos da su explicación. Las teorías fantásticas y las filosofías más o menos baratas surgen de querer explicar la vida en función de ideas personales, de valores subjetivos, del Yo individual.
Incluso se utiliza con frecuencia el aspecto religioso para justificar con argumentos pueriles formas egocentradas de explicar una verdad de orden universal: que si Dios nos pone a prueba, o nos castiga, etc.
La mayor parte de la gente se suele refugiar en la idea de su impotencia: «Son cosas que no tienen solución», «Es imposible que podamos comprender el por qué del mal, de la enfermedad, de las desgracias», etc. Proyectando las ideas egocentradas sobre las cosas que existen es, en efecto, imposible solucionar estos problemas, que no tienen ningún sentido.
Sin embargo, afirmamos una vez más que todos los problemas humanos, aun los más agudos, y de orden metafísico, tienen solución. El hombre puede conocer la verdad de las cosas, de la vida y de sí mismo. Lo que ocurre es que para ello es preciso que todo él se abra a la verdad de la vida que circula en él. Ver la verdad de la vida quiere decir ser consciente, en el nivel mental, de la vida que está fluyendo a través de él. Y esto impone una exigencia interior, un trabajo de apertura total de la mente en los niveles personales y en los espirituales. Trabajo que se efectúa en la experiencia diaria. No es una dedicación fácil, de acuerdo; pero cuando alguien siente palpitar en su interior la necesidad de descubrir estas verdades y vive esa necesidad con fuerza imperiosa, el precio no le importará, aunque hayan de transcurrir años en esta labor de perfecta sintonización consigo mismo. Porque al mismo tiempo que llega a intuir la verdad, se perfecciona y se realiza a sí mismo. Y los beneficios personales que se obtienen no tienen precio.
Lo que no se puede es descubrir la vida en un nivel superficial. Es algo que no se consigue por adquisición de ideas, ni mediante reflexiones o estudios por metódicos y prolongados que sean.
Quien se abre a la vida, ante todo experimenta de un modo directo dentro de sí mismo los impulsos de la vida, que es dinámica. A mayor apertura, más sentido que moviliza su nivel físico y lo mismo el afectivo, el intelectual, etc., si es ésta la forma en que la vida se manifiesta en él. Aunque también puede remansarse en una profundización que no implique fluir activo.
Lo importante es que nuestra apertura a la vida afecta en su quicio a nuestro modo de ser y a nuestra convivencia, y todo se renueva y se llena de un sentido maduro y pletórico, por el que advertimos con conciencia clara que nos realizamos a nosotros mismos con densidad y fluidez, sin que nada ni nadie suponga un obstáculo en nuestro camino hacia lo absoluto.
Antonio Blay Fontcuberta. “La personalidad creadora”. Página 370. Ediciones Indigo. 1993.
Imagen: Rosa y espinas. Pixabay
La verdad es que no entiendo casi nada. Difícil es el tema del dolor. Quizás porque no me abro.
Apertura es un término muy usado, para justificar la cerrazón.
La parte buena es que siempre nos podemos abrir más.