El Trabajo en la muerte de un ser querido

Perdí a mi mujer, de manera súbita e inesperada, en una mañana, supuestamente normal y corriente, del mes de febrero. Me resulta difícil escribir sobre ello; no he podido hacerlo hasta ahora. Me pude ir despidiendo de Chus durante las horas en las que, inconsciente y sedada, se  fue retirando del cuerpo. Yo, en un estado mental de aturdimiento e incredulidad, me mantenía centrado, sostenido por unas fuerzas que desde luego no sentía como mías. Al día siguiente, cuando la costumbre nos obliga a estar de pie, dando explicaciones y recibiendo el pésame, no era capaz de soportar  tanto dolor.  Sentía que no podía haber pesadumbre más grande que aquella, dudaba de poder resistirlo. Y aprendí el significado de la expresión: tener el corazón desgarrado. No es solo una herida, es un pedazo del alma que se rompe, se desgaja y  se marcha con ella.

 

     En ese trámite incómodo pero necesario de acompañar y decir algo que alivie, me preguntaban  una y otra vez qué tal estaba. Estoy bien, cansado y dolorido, pero bien, respondía. Sin ocultar el difícil, oscuro y extraño momento, en el que a veces me sentía ajeno: eso no podía estar pasándome. Pero necesitaba su presencia y sus abrazos para situarme, como padre y amigo, al frente de los acontecimientos.

 

 

     Días más tarde, comencé con fiebre. Estar enfermo y vivir solo, porque mis hijos se emanciparon hace años, es una combinación que asusta mucho. Sobre todo si no sabes la causa del mal que tienes. Cuando la fiebre continúa, un día y otro, la mente empieza a imaginar lo peor.

 

     Yo quería y creía estar bien pero el cuerpo me decía: de eso, nada. Y me tuvo dos meses en el dique seco. Necesitaba descanso, físico, mental y emocional. Precisaba parar, decirle a mi mundo: no estoy, dejadme, necesito no hacer nada, olvidarme de las ocupaciones. Yo no lo sabía, pero la enfermedad me lo dijo.

 

     Le comenté a mi amigo Juan María, monje del Monasterio de Oseira: tengo miedo al silencio. Él se sintió impactado por la noticia del fallecimiento de mi mujer y me contestó:

 

 

“El silencio es como oración ante el misterio de la vida y la muerte, en la fragilidad humana. Es una zona de ti mismo en la que debes entrar como señor, acompañado por el Consolador, el Paráclito”.

 

 

     Así he llegado hasta aquí, viviendo, sintiendo todos los momentos. Saboreando, tanto los dulces como los amargos. Estando en todos ellos como señor de mi existencia, con mi forma actual: que no la soy, pero con la que, a veces, me confundo. Con un cuerpo, una personalidad, unos conocimientos, unas relaciones y una historia, de lo que me siento satisfecho, porque puedo mirar con distancia lo que me está sucediendo y comprobar experimentalmente, que es positivo. Vivir es un gozo y estamos aquí para entender lo que sucede y poner en práctica lo aprendido.

 

     En estos días me han dicho repetidamente que la vida es injusta. Lo dicen con buena intención, para aliviarme, pero no imaginan hasta qué punto estoy en desacuerdo. El hecho es que yo no lo experimento así. Lo percibo desde un nivel de conciencia en el que vivir y sentir de manera consciente es un regalo porque me permite ver más allá de la forma.

 

     En el Salmo 8 cantamos:

 

“Señor, dueño nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra”

 

 

     Y en esa alabanza me descubro siendo y dando gracias por lo que soy.

 

Carlos Ribot. Getafe, 31 mayo 2023.

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