Podemos mirar también cómo vive el hombre su propia conciencia de ser. El hombre es un punto, una idea o una voluntad individualizada en la Mente Divina. Pero el hombre está muy lejos de vivir eso. El hombre, cuando es un niño pequeño se vive como una suma de impresiones e impulsos bastante difusos, según parece. Está viviendo, sí, a partir de la dinámica real de la vida, pero de una manera bastante informe. A medida que va creciendo, a medida que va viviendo más y más sus energías y va estructurando su sistema nervioso, toma una conciencia más clara, más diferenciada, de sí mismo y de lo que le rodea. Podríamos decir que el hombre pasa un período de su vida en que está viviendo esencialmente a nivel de su capacidad de experimentar —aunque esto es algo que ocurre durante toda la vida, podríamos señalar que hay un período en que la cosa aparece en estado puro, que es cuando el niño aprende a hacer las cosas; entonces se vive como impulso, se vive de una manera directa, pura—. Pero, poco a poco, a esto se sobrepone la idea que él se va formando de sí mismo. Los demás se refieren a él, le enuncian conceptos, valores, opiniones, le comparan, le contrastan, le juzgan, y todo esto hace que el niño vaya adquiriendo una idea de sí mismo basada no sólo en su experiencia, sino en los juicios y valores que el exterior manifiesta respecto de él.
Entonces ocurre que el niño pasa un tiempo de su vida viviéndose como su capacidad de vivir, como su energía, sus funciones, su placer, su dolor, su conocer, su querer, su luchar, su dormir, su todo. Pero otros momentos, cada vez más numerosos, se los pasa pensando en sí mismo a partir de la idea de sí mismo. Pensándose. Y pensándose partiendo del concepto es ya algo distinto, es una base distinta de su experiencia real. Nosotros podemos ver que, en nuestra vida, está ocurriendo exactamente eso: De un lado, vivimos las cosas según lo que hemos desarrollado, según lo que hemos ejercitado hasta ahora. Yo solamente amo en la medida que he desarrollado, en que he ejercitado mi capacidad de amar. Yo comprendo en la medida que he ejercitado mi capacidad de comprender. Es decir, soy un resultado de lo que he ido desarrollando hasta ahora. Y ésta es mi realidad objetiva, hasta ahora. Esta es mi experiencia, que utilizo en cada momento. Pero, luego, me desconecto de toda esta experiencia viva para pensar en mí, y pensarme en mí viviendo (en mi mente) otras cosas. Paso a imaginarme realizando cosas, consiguiendo objetivos defendiéndome de enemigos o triunfando sobre dificultades. Entonces, en ese momento yo me vivo ya en tanto que idea, me identifico con un concepto de mí, concepto que va asociado a unas cualidades, a unos modos de ver, a unos deseos de ser de un modo, a unos miedos a no llegar a ser de ese modo. (En esa identificación interior, hay toda una serie de peripecias, que no podemos ahora exponer aquí, y sólo señalar.) Pero esta idea de sí mismo que el hombre adquiere, y que se convierte en su base de pensar, y, por lo tanto, en su base de comparar, de juzgar, y de decir, trastorna fundamentalmente las cosas… Pues la idea de él no es él. Y esta idea de él está entonces fracasada, disminuida, la idea que tiene de sí mismo, queda disminuida. Y automáticamente tiende a utilizar esta idea de sí mismo para imaginarse a su vez triunfante, victorioso o vengativo. Y siempre es la idea lo que tomará como punto de partida, como si fuera él mismo.
Pero ocurre que la conciencia se identifica entonces con una idea, con otra idea, y con otra, a partir de la idea base “yo”. En el momento que la persona se desconecta de la realidad viva para pasar al concepto de sí mismo, en ese momento puede confundirse con cualquiera de sus conceptos. Y así vemos que la persona se confunde con todas las cosas que le rodean y que, de algún modo, son suyas. Se identifica el hombre con su coche, de tal manera que al menor roce que se le hace al vehículo lo vive como si se lo hicieran a él personalmente; se siente herido, lesionado. El día que se pone un traje nuevo, parece que sea más “yo” que antes. En su trabajo, no consiente que nadie le invada el propio espacio vital, pues parece que se le invade su propio “yo”. La persona se va identificando con sus cosas. Cuando habla comparándose con los demás, siempre se está refiriendo a sí mismo en tanto que cuerpo: Yo, mi cuerpo; y los demás, los demás cuerpos. Pero cuando, por ejemplo, está practicando relajación, resulta que él quiere relajar su cuerpo, y trata de estar atento al cuerpo: Le han dicho que respire, que se suelte, que haga unas cosa. Y entonces él está mirando si el cuerpo se relaja, o no. Pues bien, ese cuerpo ya no es el “yo”, en este caso. El “yo” es el que mira, y el cuerpo se ha convertido en el objeto, objeto que hay que conseguir que esté relajado. Es decir, aquello que en un momento dado el hombre vivía como si fuera él mismo, al instante siguiente lo vive como objeto de un “yo”, que en este caso es la mente y la voluntad de relajarse. Siguiendo con este ejemplo, cuando la persona está aprendiendo a hacer concentración mental, y a estar atento al tema que está leyendo, entonces el objeto es su propia mente, y el sujeto es otra zona de su mente y su voluntad. Vemos que, aquí, el hombre se vive enteramente distinto de cuando está haciendo relajación, de cuando está viviendo la vida diaria, o de cuando está en cualquier otra situación. Así pues, su noción de yo varía, es mutable. ¿Por qué? Porque no la está viviendo de un modo directo, inmediato, sino desde su identificación primordial con la idea, con el concepto de yo.
Pero, a pesar de todo esto, a pesar de esas variaciones, de esas fluctuaciones, hay siempre un fondo idéntico en ese yo. Siempre la persona está señalando, apuntando, a una cosa íntima, muy importante, muy profunda, algo que intuye, algo que es la realidad de ser, de ser él, de ser la verdad. Así pues, esta intuición parece que está apuntando siempre a lo mismo, aunque la forma con la que se asocia varía constantemente.
Antonio Blay Fontcuberta. Revista “Viveka” Nº 1. 1997. Dirigida por Consuelo Martín.
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