La apertura a la presencia divina 

    Cuando la persona está suficientemente madura para poder contraponer a sus propios impulsos aquello que son motivaciones de la sociedad, el bien de los demás, es cuando existe la posibilidad de elección, es decir, el libre albedrío. 

A medida que este libre albedrío va evolucionando llega un momento en que la persona descubre que lo que realmente está actuando no es su yo personal, sino una fuerza, una inteligencia, un amor que nos mueve a todos y que es nuestra verdadera base. Entonces la persona descubre que su afirmación no consiste en hacer esto o aquello, sino en ser cada vez más aquello que nos hace ser. Cuanto más se puede vivir lo que es la profundidad del ser, la identidad profunda de uno mismo, más se vive la plenitud, la afirmación, la realidad.  Entonces, como esta naturaleza profunda es la misma que la de la inteligencia que está rigiendo todas las cosas, cuanta más conciencia de ser tenga la persona, más claro le resulta que, en cada momento, sólo es posible hacer una cosa, que la dualidad es sólo aparente. El hecho de ser y la voluntad de hacer se unen. La valoración de las situaciones y la inteligencia de lo que conviene son una sola cosa. No en el hombre, sino en el fondo del hombre, en lo que es su base, su raíz. Entonces la persona se encuentra con que cada situación es única y da una respuesta única, auténtica, que no procede de su ser personal, que no viene de su discernimiento puramente intelectivo, sino de su facultad intuitiva, de esa mente superior que es la misma que se está expresando también a través de lo exterior. Podríamos decir que se está viviendo la voluntad de Dios, de la misma manera que se sabe apreciar que esa voluntad de Dios se está expresando también en lo otro y en los otros. En este sentido, su opción desaparece, pero no en tanto que algo privativo, que niega, que lo limita o disminuye, sino como afirmación máxima de la propia realidad de su ser, de la propia liberación del ser, de la máxima capacidad para actualizar, conocer y expresar esa plenitud del ser. De este modo desaparece la opción, pero en su lugar viene la liberación, que es lo que en el fondo la persona buscaba a través de su libre albedrío. 

El hombre dice: “Yo hago lo que quiero”, “no me gusta estar sujeto a nada ni a nadie”, “yo me vivo a mí mismo de un modo óptimo, cuando puedo elegir”. Se valora enormemente la libertad y eso es correcto. Y esto es debido a que, en el fondo, nos sentimos condicionados, limitados por la motivación de las cosas. 

Cuando podemos obrar como realmente queremos, cuando sentimos que nuestros actos son una expresión auténtica de nosotros mismos, auténtica porque nada exterior o artificial nos lo imponen, vivimos esa libertad de elegir como algo extraordinariamente positivo. Esta vivencia auténtica de nuestro ser se traduce en una visión y expresión totales, únicas en cada caso, porque vienen de lo que es la naturaleza más profunda del ser, es decir, la Mente Divina, la Voluntad Divina. 

Antonio Blay Fontcuberta. “Caminos de autorrealización. Tomo II. La integración trascendente”. Editorial Cedel. 1982.

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