Las bases del personaje (1)

 

El personaje es un proyecto: el proyecto mental de llegar a ser reconocido por el entorno. Se le supone al individuo una inteligencia racional, unas necesidades emocionales y materiales y una capacidad de esforzarse. La inteligencia sirve para “saber lo que le conviene”; es decir, para seguir rigurosamente las instrucciones del modelo; la capacidad de esforzarse sirve para memorizar los conocimientos necesarios y para ser una persona productiva. En cuanto a las necesidades emocionales y materiales se supone que correrán a cargo del entorno: es la recompensa que recibirá. El entorno le proporcionará lo necesario para satisfacerle en la medida que cumpla con las condiciones del modelo; primero en la escuela y más tarde en el ámbito laboral. Así que el personaje construye una perspectiva de la realidad absolutamente egocentrada y totalmente alienada: todos los esfuerzos dependen de uno mismo y todos los resultados dependen de los demás.

     Este individuo parte de una idea de subdesarrollo personal porque “no es nadie” ni es “como debe ser”. Tiene que agradecer  que, provisionalmente y mientras pone todo su empeño en reproducir el modelo, lo cuiden, lo quieran  y lo protejan; y ha de demostrar que merece la inversión que en él se realiza. Inicialmente, sólo se le exige aquiescencia y el compromiso explícito de intentar llegar a ser lo más perfecto posible, entendiendo por perfección la imitación exacta del modelo. Si en sus primeros pasos encuentra dificultades, estas dificultades se consideran inherentes al proceso; pero si reaparecen una y otra vez, el sujeto pasa inmediatamente a ser considerado como anómalo. Curiosamente esta anomalía se refiere siempre a las capacidades genéricas: inteligencia, amor y energía; porque su dificultad para aplicarlas en conformidad al modelo se interpreta como ausencia de las mismas. Así se ve calificado de tonto, egoísta, perezoso o cualquier sinónimo que señala la presunta deficiencia del sujeto.

 

     Aunque parezca mentira, todo ser humano ha de demostrar que lo es; ha de probar que es capaz de entender, amar y hacer y ha de probarlo cumpliendo rigurosamente el modelo que se le impone. Un modelo utópico que las propias personas que le rodean sólo han conseguido imitar de forma deficiente. No es de extrañar que un niño rodeado de personas que se tienen a sí mismas por defectuosas, se vea rápidamente desalentado y definido como problema.

 

     Entonces, este problema hecho carne, visto que no es capaz de cumplir su compromiso inicial de ser perfecto, ha de aceptar su imperfección e intentar disimularla. Vivirá toda su vida sabiéndose defectuoso, aunque no tiene cerradas todas las vías: es cuestión de ver “para qué sirve” y de encaminarlo en esta dirección, una dirección en la que pueda destacar en algo por encima de los demás. Afortunadamente, la moderna división del trabajo favorece esta posibilidad: uno puede ser una nulidad en un determinado ámbito de la existencia y sobresalir en otro. De hecho, se da por descontado  que todo aquel que sobresale lo hace poniendo toda la atención en un aspecto determinado de la realidad, a costa de desatender todos los demás: es la “especialización”. Se supone que si uno destaca en un ámbito concreto el entorno lo va a suplir en todos los demás. En consecuencia, el proyecto de llegar a ser alguien se reformula y se hace más unilateral, aunque ello comporte arrastrar de por vida un complejo de inferioridad.

 

     A partir de aquí, el proyecto adopta una connotación compensatoria: como uno no puede destacar en todo, tiene que elegir en qué ámbito va a invertir todos sus esfuerzos. Por ejemplo es mejor ser hábil que inteligente; claro, esto lo piensa el que ha sido inducido a creerse tonto. ¿Cuántas veces hemos escuchado la historia del último de la clase que acabó haciéndose muy rico? En realidad, la inmensa mayoría de los últimos de la clase no acaban siendo ricos; si fuera así, habría bofetadas para ocupar el puesto pero, como fantasía, resulta útil para un guión de vida. Y esto permite diversos guiones a elegir: el científico despistado es el torpe que ha desarrollado su mente por encima de los demás; el cooperante que funda una ONG es el desorientado que ha optado por entregar su vida a los desamparados, etc. Son guiones que vale la pena adoptar porque presentan diferentes oportunidades de brillar en la sociedad actual; e incluso son más concretos que el modelo general. En la mayoría de los casos se materializan de una forma más modesta, pero sirven para soñar despierto y encontrar una manera de existir.

 

     Todas estas alternativas tienen la misma estructura mental: constan de una idea de deficiencia supuestamente cierta e insuperable, como un baldón de nacimiento, y de un objetivo de conseguir una excelencia personal que se ha de realizar en el futuro y que disimulará esta deficiencia. Es lo que Blay denomina yo-idea y yo-ideal. El yo-idea es una realidad actual: “soy torpe”; el yo-ideal es un futurible:  “pero seré muy bueno”, que tiene un corolario: “y entonces todo el mundo me ayudará”. El yo-ideal no es exactamente la idea opuesta al yo-idea, porque la mente lógica observa el principio de no contradicción, pero tiene el objetivo declarado de resolver indirectamente la deficiencia que señala el yo-idea y, a ser posible, de superar a los que no muestran dificultades en este ámbito: supuestamente, al final, al último de la clase las cosas le van mejor que al primero.

 

     Este guión de vida se utiliza como una plantilla que se sobrepone a la existencia promoviendo la interpretación sesgada de todo cuanto aparece en la conciencia del sujeto, empezando por él mismo. Las cosas y las personas tienen su propia realidad; pero en cuanto el individuo asume que tiene un proyecto, pasan inmediatamente a ser codificadas como favorables, perjudiciales o irrelevantes para este proyecto. Y si el proyecto es nada menos que llegar a disponer de una identidad social mínimamente respetable que asegure reconocimiento, consideración y estabilidad personal, todo lo demás pasa, lógicamente, a un segundo plano. Las cosas y las personas dejan de ser lo que son para pasar a ser amigas o enemigas, auxiliares o competidores, admiradores o críticos. El personaje no puede considerarlos en tanto que ellos mismos porque ni tan sólo considera el propio sujeto como una entidad real: no es más que un proyecto y los demás son factores de este proyecto. Así que el yo-idea y el yo-ideal generan un mundo idea y un mundo ideal; distorsionando toda la realidad que aparece en la conciencia y comunicando su alienación a las personas o a las situaciones, que pasan a ser consideradas objetos aprovechables o molestos.

 

     El protagonista de esta proyección es un ser humano que intenta realizar su propia naturaleza: encontrar sentido a la existencia, sentirse integrado en la realidad que le incluye y participar de una forma consciente y voluntaria en el desarrollo de la existencia que está protagonizando. Y el hecho de no conseguirlo, según los baremos al uso, realza su idea de no ser, una negación de sí mismo que genera angustia: angustia de identidad, de soledad y de impotencia. El personaje considera al propio sujeto en estado de prueba para merecer y conseguir que el entorno le acepte. Si no consigue este reconocimiento y aceptación proyecta esta angustia en el entorno. Y antes de aceptar su nulidad, responsabiliza del fallo al entorno: él hace todo lo que puede pero no recibe a cambio lo que le prometieron de pequeño. En todas partes encuentra oposición, reproches, dificultades, pegas, etc. Sólo hay dos posibles explicaciones para este desaguisado: o él no es digno de respeto por no haber alcanzado lo que se había propuesto o los demás están incumpliendo el compromiso de recompensar el esfuerzo que hace. Es una visión del mundo en la que siempre hay un culpable.

 

Jordi Sapés de Lema. “El concepto de personaje en la línea de Antonio Blay”. Editorial Boira. 2022.

Fotografía: Editorial Boira.

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