Oriente, Occidente y Espiritualidad

Oriente ha venido a ser para muchos como sinónimo de espiritualidad, y Occidente como sinónimo de materialismo. Para otros, sin embargo, Oriente no es sino un país inmenso que se ha pasado los siglos petrificado, soñando en hipotéticos mundos subjetivos, rehusando enfrentarse abiertamente con los problemas inmediatos y concretos del mundo físico, económico, político y social, que para Occidente constituyen la máxima realidad. Y para otros, en fin, la actitud de Oriente no plantea ninguna cuestión de valores, sino que es simplemente la expresión de un modo de ser, digamos de un temperamento racial, que se caracteriza por su tendencia contemplativa, pasiva e introspectiva, en contraste con el modo de ser occidental, activo, dinámico y emprendedor.

     Ante opiniones tan dispares, cabe preguntarse: ¿Hasta qué punto puede señalarse cuál es el valor real, intrínseco, de la actitud y de la experiencia de Oriente, y qué significado puede tener para Occidente en orden a conseguir un mayor crecimiento espiritual de los individuos y de la sociedad?

 

     A nuestro entender, si bien la cuestión es extraordinariamente compleja e involucra numerosos problemas, accesibles a su vez desde múltiples perspectivas, hay unos hechos que se imponen por sí mismos a todo observador imparcial y que desde el punto de vista de la ciencia de la psicología humana, presentan un valor inapreciable a la vez que abren nuevas y amplísimas perspectivas para la investigación.

 

     Nos referimos a los siguientes hechos, apuntados ya en la Introducción y en la Sección Primera de este libro:

        1.- La comprobación, hecha por vía experimental, de que existen numerosas zonas o regiones dentro de lo que se acostumbra a llamar mundo interior, perfectamente precisas y delimitadas, cada una de ellas con su propia sustantividad y sus propias posibilidades de acción, que se corresponden con diversos estados de conciencia, también perfectamente delimitados.

     2.-Que el acceso a tales regiones o zonas interiores, así como la obtención de los estados de conciencia que se corresponden con ellas, puede obtenerse mediante unas técnicas perfectamente estudiadas y sistematizadas.

     

     3.-Y, en fin, que cuando la mente humana adquiere cierto dominio sobre cada una de estas zonas interiores, además del estado de conciencia correspondiente, parece que adquiere la capacidad de desenvolverse con otras leyes que las conocidas por la ciencia occidental, que le capacitan para:

 

     a.-Actuar sobre el propio organismo y sobre el mundo físico externo con una fuerza y con unos medios, desconocidos hasta ahora en Occidente.

 

     b.-Obtener un mundo de percepciones de orden completamente nuevo, que no está sujeto del mismo modo al tiempo y el espacio como lo están nuestros sentidos normales y como lo está también, como consecuencia, el funcionamiento de nuestra mente.

 

      c.-El desarrollo sistemático de las facultades superiores o espirituales del hombre.

 

      d.-Alcanzar, hasta un grado excepcional, el conocimiento inmediato o intuición de uno mismo.

 

     Sólo con su enunciado basta ya para ver o vislumbrar las inmensas posibilidades que encierra cada uno de estos puntos para el día en que sean realmente aceptados, adquiridos y verificados por la ciencia occidental.

 

     En cuanto al valor que esto pueda representar para nuestra cultura, bástenos echar un simple vistazo al estilo de vida que impera en nuestras populosas ciudades, incluso en su  aspecto positivo: acción, dinamismo, iniciativa, creación de nuevas empresas, fábricas gigantescas, comercios, transformación activa de la Naturaleza, estudio y manejo de los mecanismos materiales del hombre y de la Tierra, conquista del átomo y del espacio… Es realmente ingente la labor que está llevando a cabo Occidente en orden a conseguir el conocimiento preciso y el acabado dominio del mundo que le rodea.

 

     Pero donde más débil está este edificio de nuestra cultura es precisamente en el conocimiento de la mente y de las fuerzas y estados del alma. En el conocimiento y en el dominio de sí mismo. Es sobre esto que han llamado la atención pública repetidas veces eminentes personajes representativos de nuestra sociedad. Es esto lo que nuestra civilización está pidiendo angustiosamente para salvar su equilibrio, que es tanto como salvar su supervivencia.

 

     Y es esto, ni más ni menos, lo que Oriente nos puede ofrecer. No una cultura, una filosofía, una religión. Sino la ciencia de la vida interior, la ciencia de los estados internos, la ciencia del alma.

 

     El hombre occidental ha tomado plena conciencia y ha alcanzado un dominio notable sobre el aspecto material de sí mismo y de la Naturaleza. Pero le falta descubrir su mundo interior, le falta aprender a sondear con su mente, directamente y con pleno dominio, estos mundos interiores, tanto o más fructíferos que el mundo exterior que le rodea físicamente.

 

     Dentro de una perspectiva horizontal, el hombre tiene una dimensión exterior y una dimensión interior. Para que el desarrollo de su personalidad sea completo es preciso que su conciencia se despierte totalmente en ambas direcciones. En este sentido, es capital para Oriente descubrir la dimensión exterior del hombre, y ésta es la labor que ha iniciado estos últimos años, como lo es para Occidente descubrir la dimensión interior. Es necesario que el hombre desarrolle por completo su conciencia, lo cual solo es posible si se abre en todas direcciones. Así, comprender el Oriente significa para el hombre de Occidente, acabarse de comprender a sí mismo.

 

     Y llegamos al tema de la espiritualidad. En un sentido amplio, es evidente que la experiencia de Oriente es eminentemente espiritual. Pero se ha de ir con cuidado. No hay que confundir conceptos por manejar palabras que tienen diversas acepciones. La actividad del Oriente es espiritual en el sentido de que se contrapone a la actividad eminentemente material de Occidente. Sería más adecuado hablar tan sólo de actividad exterior y de actividad interior, que no utilizar palabras que tienen un significado de valor ético. A nuestro entender, la espiritualidad, en su sentido estricto, es algo que está más allá de toda posible distinción topográfica, física o psíquica.

 

     Antes hemos dicho que el hombre tiene dos dimensiones: una exterior y otra interior. Bien, ahora deberemos añadir que el hombre tiene además una dimensión trascendente. Es esta dimensión trascendente lo genuinamente espiritual. Es la sede del principio espiritual del alma, cuyas sublimes facultades -amor, intelecto, voluntad- tienen a Dios por único objeto adecuado. Y es por esto que la espiritualidad no es ni está en Oriente más que en Occidente, porque lo espiritual no está ubicado en ningún lugar, aunque pueda expresarse en cualquier lugar. La espiritualidad genuina es algo que está más allá del mundo exterior y del mundo interior. El mundo espiritual auténtico se encuentra precisamente donde termina el mundo psíquico interior. Lo espiritual, lo trascendente, es el principio de todo cuanto llamamos interior y exterior en el hombre. Y allí donde acaba el hombre, allí empieza Dios.

 

     Es esta noción, a la vez inmanente y trascendente de Dios, la que no debe ser olvidada en ningún momento para evitar errores y confusiones. A Dios no se llega por ninguna técnica. Toda técnica posible, por ser acción del hombre, indica precisamente el límite de su actuar y de su ser. A Dios no se llega: se le recibe.

 

     Dios desciende hacia el hombre por un acto libre y soberano de su Amor y de su Voluntad, del mismo modo que un día descendió a la Tierra, y precisamente, no lo olvidemos, en un punto medio entre Oriente y Occidente, en Palestina, desde donde, con los brazos abiertos, invitó a todos cuantos quisieron oírle y comprenderle, tanto de Oriente como de Occidente, para que adoraran al Padre en espíritu y en verdad…

 

Antonio Blay Fontcuberta. “Hatha Yoga. Guía completa para la aplicación práctica de esta ciencia milenaria de la India al desarrollo físico, psicológico y mental de la personalidad”.  Capítulo III. Págs 287-290. Segunda edición, Mayo 1961. Editorial Iberia. Barcelona.

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