Hay algunos sectores económicos que lo están pasando mal a consecuencia de la pandemia:
los bares, los restaurantes, los hoteles, las casas rurales, los comercios al por menor, los gimnasios, las estaciones de esquí, las agencias de viajes, las líneas aéreas, los campings, cines, teatros, auditorios, etc.; todo aquello que está relacionado con la movilidad social. Detrás de estos sectores, básicamente de servicios, van todos sus proveedores y, a continuación, los trabajadores directa o indirectamente empleados. En el caso de los autónomos y de los artistas, empresas y empleados coinciden: son los que se están quejando de las restricciones que se dictan para impedir que los hospitales se colapsen.
Claro, el sistema de mercado puede suspender los servicios pero no las empresas, así que las empresas quiebran en el momento en que sus ingresos se suspenden. Esto es el pan de cada día en este modelo económico: constantemente se están abriendo nuevas empresas pero, de la misma manera que se abren, se cierran cuando no consiguen generar la suficiente demanda para mantener y rentabilizar su proceso productivo. La cuestión es que esto ahora se produce de golpe y a gran escala; y no solo por la pandemia sino también por la progresiva robotización de la industria.
Sin embargo, en paralelo, otros sectores económicos se están beneficiando de esta situación: los relacionados con la robótica, las redes sociales y la venta online. Ya llevaban tiempo adquiriendo protagonismo, pero las circunstancias actuales les ha brindado la ocasión de pegar un salto y apropiarse de una parte del mercado que ya no soltarán. Y de la misma manera que en su momento las grandes cadenas comerciales consiguieron imponer sus condiciones a los productores de alimentos, lo mismo sucederá ahora con toda clase de productos.
Lógicamente, los que van a desaparecer se resisten a hacerlo, sobre todo los autónomos y profesionales; y piden que el Estado les subvencione para poder subsistir durante el cierre obligado por la pandemia. La respuesta del Estado son unas subvenciones simbólicas, en la práctica absolutamente inútiles; y un tira y afloja en las medidas profilácticas cuya finalidad es procurar limitar la muerte empresarial a costa de contagios y decesos humanos.
El Estado carece de presupuesto para hacer otra cosa distinta. Es comprensible que los que van a perder su modo de vida lo reclamen, pero las ayudas que se van a recibir de la Unión Europea se utilizarán para modificar las estructuras productivas en el factor informático y climático, no se emplearán en salvaguardar los bares, restaurantes y pequeños comercios porque la propia dinámica del mercado los está haciendo desaparecer.
Solo se subvencionará aquello que se considere de interés general. Puede que lo consiga el sector de la cultura que, ya en estos momentos, no depende del mercado porque carece de la demanda suficiente para sostenerse por sí solo. Es uno de los sectores económicos que necesariamente se ha de socializar, al igual que se ha tenido que hacer con la enseñanza y la sanidad. Ahora se pone de relieve las consecuencias de intentar recortar la presencia pública en estos sectores y de pretender devolverlos a la iniciativa privada. Pero a este Estado que ha estado recortando y privatizando para gastar menos no se le puede pedir ahora que subvencione actividades privadas.
Lo que sí se puede, y se debe exigir, es que la subsistencia de los ciudadanos no dependa del éxito o fracaso de estas actividades privadas. Y en eso se incluye la subsistencia de los emprendedores. Bienvenida sea la empresa capaz de innovar, de introducir nuevos procesos industriales respetuosos con el planeta, de fabricar nuevos medicamentos y de promover la investigación en todos los campos; pero la subsistencia alimentaria y logística de la población no puede depender de su éxito y fracaso, tiene que estar asegurada por la sociedad organizada.
Y esto significa que el Estado debe disponer de una financiación mucho más elevada. Si no se quiere recurrir a un sistema económico de planificación, es preciso incrementar notablemente la carga impositiva de estas grandes empresas, al tiempo que la presión sindical sobre las mismas para evitar la explotación de sus trabajadores. La rentabilidad del capital se puede mantener pero no es necesario maximizarla a costa del bienestar de la población. Una población que en estos momentos apuesta, cada vez con mayor decisión, por la seguridad y la tranquilidad y no por un crecimiento material que va a parar casi exclusivamente a los bolsillos de la plutocracia.
Obviamente esto es imposible sin una política financiera y fiscal internacional. Los viejos Estados han de pasar a mejor vida cuanto más pronto mejor; a ver si, de paso, conseguimos que la discusión política alcance una altura ligeramente superior a las riñas entre vecinos.
A menudo pensamos la situación política, económica y social actual como un caos sin salida. Para evitar esa conclusión es necesario tener una alternativa, saber que otro mundo mejor es posible. Jordi nos la trae a la mano. Es un buen punto desde donde construir. Lo habitual es lo contrario, mandar todo a paseo. Podemos desde nuestros ámbitos, en nuestras tertulias familiares o de bar, discutir a partir de esta alternativa. Porque ya no podremos encogernos de hombros y decir: no sé.