Qué supone la obra de Blay para mí

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Cuando me preguntan a qué dedico mi tiempo, jubilado, contesto con la alegría que me da la oportunidad de hablar del Trabajo, que me ocupo en ADCA, difundiendo la obra de Blay, maestro espiritual y pedagogo de la autorrealización. La réplica suele ser curiosa, por su simpleza, y a veces  frustrante porque me da la impresión de que no han entendido nada.

     Eso mismo me sucedía a mí cuando, interesado por seguir la línea de Blay y practicar el “mirar para ver”, mi preocupación más importante era “saber dónde mirar a la persona que tenía delante, si a los ojos o a la cara”. Todavía recuerdo la respuesta soliviantada de alguien con  quien me crucé: ¡a quién miras, si no me conoces de nada!  Eso fue hace más de 40 años, cuando  intenté seguir su obra solo, porque entendía “autorrealización” como un hágalo por usted mismo, a la manera de un kit de montaje de una mesa de ikea.

     Los comienzos con Blay son apasionantes: la insatisfacción vital, la demanda que se va generando, esa necesidad que surge del interior, de que así no puedes seguir,  que algo hay que hacer; y lo encuentras. Él te dice a ti, porque habla personalmente al hacerlo desde su nivel de conciencia. Y todavía se percibe más si escuchas sus cintas de audio, grabadas en los casetes antiguos. Y recibí su mensaje: no tienes que llegar a ser, porque ya eres. ¡Claro! Con sus palabras me resultó evidente, supuso salir de la agonía, de la incertidumbre, del desasosiego. Era tal lo que desde su hablar transmitía, que no dejaba de escuchar una y otra vez sus audios, bálsamo eficaz para lo que me sucedía.

 

     La cosa da resultado por un momento, unas horas o unos días. Y con esa fantasía en mi cabeza, pasaron 30 años. Así es la vida: se trata de terminar la carrera,  tener pareja, casarse o no, tener hijos, verlos crecer, y en alguno de esos pasos, junto con mi “autoesfuerzo” personal, que incluyó una buena dosis de buenismo, obtener el objetivo buscado: la felicidad.

 

     Cuando esto no sucede y la angustia, leve, de base, casi continua, se hace habitual, hay que hacer algo. Supongo que cada cual tiene un tratamiento preparado para esta situación. Lo más habitual, tomar de vez en cuando alguna pastilla. Otros más acertadamente acuden al psicólogo. Una gran mayoría, se resigna: la vida es así y tan solo podemos transitar por ella lo mejor posible. A los de mi generación nos decían: el mundo es “un valle de lágrimas”.

 

     Afortunadamente los recuerdos de infancia están presentes, a veces en forma de flash, otras de manera machacona, acercándote a lo que una vez percibiste con claridad. Entonces yo me sentía cerca de algo, sin nombre, algo mágico que me protegía, me hacía relacionarme con el mundo directamente, sin velos, y que me abría a la vida.  Intuía que había en la vida mucho más, y no tenía palabras para nombrarlo. Las pedía prestadas del catecismo, o de las asignaturas de historia, sin encontrarlas: esa era la forma de mi demanda.

 

     Esa fue también la trampa que la existencia me tendió: encontré la respuesta, pero no la entendí.  Blay pone palabras a lo que me sucedía, me identifiqué enseguida con ellas, me veía reflejado, y me daba la solución. Además, transmite, con la sensación de lo evidente, que eso es posible. No había más que ponerse a hacer lo que él decía, el Trabajo. Sin embargo la vida diaria me distrajo de lo importante, me impidió ver que la plenitud está precisamente en ella, en vivir lo cotidiano, desde otro nivel de conciencia, desde mí. Cuando mis hijos ya eran mayores de edad, observé el desajuste: persistía en el desagrado, en ese tinte traslúcido de amargura que cada mañana me despertaba. Cuando yo sabía que mi existencia, como la de todos, me reserva otra cosa, me pide plenitud. Pues a por ella. Había que empezar el Trabajo de verdad. Eso, os lo cuento tal como lo he vivido, solo se puede hacer de la mano de alguien que haya transitado el camino antes, que lo haya sufrido como yo, y que sepa en carne propia qué es  vivir la pesadilla y qué es despertar.

 

     El primer fruto que noté fue algo que había perdido: la paz en el trabajo. Llegar a mi consulta, abrir la puerta y despertar, abrirme a mí mismo, hacerme presente en mi conciencia y notar que todo está bien, que esa mañana haría lo que tuviera que hacer, de la manera que sé, y que afrontaría las dificultades que aparecieran. Pero desde mí, consciente de la dificultad y de mí, del paciente que iría a tener delante  y de mí. Y todo eso, en un instante preciso, pero eterno, me llenó de paz.

 

     Posteriormente el camino no es de rosas. Las rosas nos transmiten su belleza pero marchitan, mueren. Hay que permanecer despierto, hay que vivir todos los días, los que nos traen nacimientos y los que nos  traen muertes. Los que amanecen soleados y los que vienen negros y con dolor. En el fondo, esa es la  vida cotidiana a la que se refiere el maestro, a la vida de todos los días, y a vivirla despiertos, sabiendo que en todos ellos yo soy, siempre soy.

 

     No es fácil, y aquí viene el segundo gran descubrimiento del Trabajo: el contacto con lo superior. Blay lo llama así porque quiere que todo el mundo le entienda, pero muchas veces se refiere a ello diciendo Dios, o «lo que vosotros intuyáis del absoluto». A mí me gusta llamarlo el Altísimo, porque cuando me dirijo a Él miro a lo alto, interiormente y a veces exteriormente también. Y entonces me acuerdo del salmo: “levanto mis ojos a los montes, de dónde me vendrá el auxilio…” Porque mi oración siempre ha sido de petición de ayuda. Y en ese versículo me siento identificado.

     

     El momento de conexión que reinauguró mi relación con Dios fue en el monasterio de Oseira. Al final de mi primer retiro, tenía que hacer las paces con la religiosidad tradicional, de la mano de mi padre. Me sobrevino una crisis de llanto imparable, no era capaz de contenerme. Al tiempo que las lágrimas salían, desmedidas, salía toda mi rabia hacia lo que me habían enseñado, hacia las injusticias de la estructura eclesial, hacia la vergüenza de participar en liturgias que ahora recobraban su auténtico sentido. Con las lágrimas apareció un reencuentro, profundo y sereno, con la paz transmitida en la familia, y con la aceptación de Dios: hagas lo que hagas, yo estoy aquí, contigo. El fruto práctico fue una gran liberación en mi vida laboral: ya no tenía que resolver yo los problemas, tan solo tenía que hacer mi parte, despierto, poner los conocimientos y habilidades que he desarrollado. Pero el resultado no depende de mí. ¡Qué liberación!

     

     Tras esto que os relato, que son retazos de la experiencia de lo que el Trabajo ha supuesto y supone para mí, os preguntaréis cuál es la réplica a la pregunta inicial ¿A qué te dedicas jubilado?: “Si con eso te entretienes, pues muy bien”.  A mi interlocutor le parece que esto es tan solo un entretenimiento. Y ahora sabéis porqué me siento un poco frustrado al escucharla, y entenderéis también el sentido del lema  del centenario que figura en la web  https://centenarioantonioblay.com/

 

El Trabajo espiritual no es
una disciplina de un rato.
Es una consigna de Vida.

Antonio Blay Fontcuberta

 

 

10 enero 2024

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