Serie de reflexiones sobre la ponencia del III Congreso de ADCA «el compromiso esencial». Décima entrega: «LA ADULTERACIÓN DE LA MATERIA».

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Repetidas veces se ha achacado equivocadamente el origen del mal a la materia, que de suyo es buena. Cosa distinta es la adulteración de la materia, una adulteración que se llama: mentira.

En el animal no tiene cabida la mentira, porque vive con la seguridad y la sabiduría inmanente a su vida y al instinto. El riesgo empieza con el hombre. De entrada la conciencia del hombre se percibe como “yo-con los demás”; pero de ahí brota una conciencia que se encierra en sí: la conciencia egoica del “yo-frente a lo demás” que contempla todo con una relación de oposición, sometimiento, violencia y poder. Por eso la creación aparece como algo hostil al hombre egoico. 

Cuando el hombre comienza a considerar lo que es bueno y malo para él, corta con el Tú, que fundamenta su yo, y crea el personaje. El ego nace pues de un corte radical. A partir de ese momento toda vida humana es egolatría que intenta abrirse paso en la historia con la pasión del poder, consecuencia de la pérdida de seguridad y del sentimiento de temor a Dios y su verdad.

Esta egolatría lo impregna todo de una actitud de ignorancia y desinterés. Por eso el ego se siente desnudo ante el ser y se esconde a sí mismo con las hojas inconsistentes de la mentira. La visión de Dios es desde ahora un peligro mortal para el hombre. Pero Dios le plantea esta sorprendente cuestión: “¿Quién te ha hecho saber que estabas desnudo?”

     Esto último se refiere al mito del Génesis:

 

     Adán y Eva, después de haber caído en la trampa de querer ser como Dios, se esconden cuando Él los llama. Y al preguntarles por su conducta responden que se han dado cuenta de que están desnudos.

 

     A esto le sucede la expulsión del paraíso y la condena a ganar el pan con el sudor de la frente y a parir con dolor. Pero no es un castigo divino sino la percepción de la existencia desde la impresión de no ser, de no valer y de no poder: una idea generada por el intento fallido de prescindir de Dios y organizar la existencia por nuestra cuenta.

 

     Los animales tienen mucho menos poder que nosotros y viven tan satisfechos porque no pretenden dominar el mundo. En cambio, el ser humano quiere apoderarse de todo, empezando por lo que tiene a su lado. Y al verse incapaz, se enemista consigo mismo y con toda la gente de su entorno.

 

     La materia no tiene ninguna responsabilidad en esto. Es como si nos hubieran entregado arcilla para hacer figuras y la estuviéramos utilizando como proyectiles para tirárnosla por la cara. En vez de colaborar con Dios en la creación hemos intentado sustituirlo y somos los responsables de este desaguisado.

 

     Es el drama que resulta de prescindir de la esencia. La esencia lo contiene todo porque todas las formas proceden de ella; sin embargo, la forma se desorienta cuando pretende constituirse en el centro de la realidad y poner a las demás a su servicio. En este propósito invertimos nuestras capacidades. Y convertimos la existencia en un conflicto entre aquellos que nos acompañan, a título de colaboradores, y aquellos que compiten con nosotros por este objetivo irrealizable.

 

     Los disfraces que nos ponemos desde el personaje solo nos sirven para disimular nuestra desorientación: no hemos conseguido gran cosa pero a otros les ha ido peor; no somos felices pero nos hemos sacrificado mucho; no entendemos nada pero no vamos a escuchar a nadie; porque los demás todavía saben menos que nosotros.

 

     Es lógico que consideremos un peligro el encuentro con Dios porque con estos disfraces estamos impresentables. De ahí el miedo a la muerte.

 

     Pero Dios no nos rechaza, solo nos llama la atención acerca de este extraño complejo que tenemos de estar desnudos: “¿Quién te ha dado esta idea?” nos pregunta.  

 

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