¿Educar o domesticar?

Ésta es la clave que distingue la educación de la domesticación: la domesticación solo busca que el niño actúe de una determinada manera, al margen de si entiende o no por qué motivo ha de actuar así y de si, personalmente, lo considera adecuado o no. La domesticación solo pretende entrenar conductas, por eso es tan frecuente escuchar argumentos tan faltos de convicción como que tiene que hacer algo porque se lo ordenamos nosotros, con la promesa añadida de que ya entenderá por qué cuando sea mayor.

Estos métodos son los que producen la desconexión del niño de su fondo Esencial, porque para obedecer imitando conductas, no se necesita disponer de ninguna capacidad de ver, amar y hacer; más bien resulta contraproducente porque el adiestrador interpreta cualquier respuesta que difiera de las instrucciones que ha dado como una desobediencia o una limitación. Y aquí hemos de decir, bien alto, que presuponer que el niño es un ser limitado es algo que repugna la conciencia. Y calificarlo de torpe, gandul, tonto o malo, constituye un ataque a su naturaleza Esencial que no debemos consentir, ni por nuestra parte ni por la de nadie que se relacione con nuestros hijos.

Tampoco debemos exigir que el niño cumpla de inmediato las indicaciones que se le dan, porque esto implica interrumpir lo que está haciendo en aquel momento y obligarlo a abandonar aquello a lo que estaba prestando atención. Esta exigencia es una falta de respeto y la forma más directa de convertir al niño en un robot obediente, exclusivamente preocupado por quedar bien o para no ser castigado y rechazado, a esta edad tan temprana.

Probablemente nuestros padres y maestros actuaron así porque ignoraban su naturaleza esencial, pero ese no es nuestro caso. Nosotros debemos tener muy claro que los niños no tienen necesidad alguna de desconectarse de su Esencia para actuar en el mundo de manera adecuada, sino todo lo contrario: permanecer conscientes del potencial que son es la garantía de que su existencia tendrá sentido y será plena en realización personal o social.

Lo cual no significa permitirles que hagan lo que quieran ni supone satisfacer todos sus caprichos. Actuar así es una equivocación de sentido contrario a la anterior y tanto o más perjudicial. No debemos renunciar a educarlos por comodidad , con la excusa de que queremos hacerlos felices. Los niños no podrán tener una existencia feliz si interpretan que el mundo entero se va a plegar a sus caprichos. Y si no les hemos escondido las dificultades de la existencia, no nos costará hacerles comprender que el amor que debemos poner en nuestros actos no se experimenta siempre como gozo. A menudo, sobre todo ante determinadas dificultades, el amor se expresa como voluntad. Pero la voluntad no es una renuncia, sino una decisión que requiere conciencia. Así que hemos de enseñarles a ejercitar esta decisión, explicándoles los motivos que la hacen necesaria; de tal manera, que nunca se sientan tratados como si no pintaran nada. Esto evitará que interpreten sus frustraciones como una injusticia o un maltrato.

Jordi Sapés de Lema. María Pilar de Moreta. “Espiritualidad, infancia y educación”. Editorial Boira. 2022.

Imagen: Pixabay.

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