
Aquí [con el Trabajo del “yo-experiencia” en el Centro Afectivo] empieza el Trabajo de transformar nuestra forma de amar, para adecuarla a la finalidad que tiene: utilizar de forma consciente el amor que somos, para experimentar la voluntad y la felicidad. El que haya llegado hasta aquí en el camino espiritual, habrá escuchado miles de veces que el amor y la felicidad residen en nosotros mismos y que nadie nos los puede dar. Por tanto, reconociendo que las relaciones son el mejor estímulo para ejercitar el amor, tenemos que dejar de considerarlas como un medio de intercambio y aprender a amar de manera gratuita.
Esto no implica amar más, sino amar de una forma diferente; no amamos para conseguir la unidad, sino que partimos de esa unidad para ejercitar el amor. El amor es un aspecto esencial de la realidad en la que nos movemos: es lo que hace que cada forma esté relacionada con las demás. La unidad ya existe, si miramos el planeta desde el espacio lo advertimos claramente: es algo objetivo que tenemos que asumir psicológicamente y acrecentar conscientemente. Se trata, simplemente, de tomar conciencia de que formamos parte de una realidad que nos incluye, pero que tiene realidad per se: la pareja, la familia, la empresa, la asociación, el pueblo, la humanidad y el planeta. Solo tenemos que participar conscientemente en esto, desarrollando el amor que somos y haciendo de cada espacio colectivo un ámbito de manifestación de nuestra creatividad. Así, se añade valor al mundo y se perfecciona; nadie se ha de “sacrificar” por este propósito, porque todos somos partícipes de este objetivo común y aportamos nuestro toque personal al mismo. Y la relación aparece, no como una suma de individuos que coexisten en un determinado espacio, sino como este propósito que los une.
Esta perspectiva nos lleva a reconsiderar el uso de nuestras virtudes. Las virtudes no son algo para lucir como un adorno personal ni tampoco para poner a disposición de los demás para lo que gusten; son una herramienta que facilita nuestra participación consciente en el marco social. Una persona paciente no es alguien que asegura todo lo que le echan, es alguien capaz de trabajar en objetivos que precisan de una atención, metódica y continuada, que solo produce resultados a medio y largo plazo. La paciencia consciente y serena no es una paciencia que “soporta”, sino un factor que facilita desarrollar una labor en un determinado proyecto.
Así que, en vez de esperar que el exterior nos obligue a ejercitar nuestras virtudes, debemos procurar mejorarlo a través de ellas, haciendo nuestro mundo más bueno y agradable. Esto da protagonismo al bien que somos, en lugar de luchar contra el mal; nos hace conscientes del amor que somos y nos libra de la necesidad de ser valorados o reconocidos. Esta es la manera de desactivar, definitivamente, al personaje en el centro afectivo: no se trata de mostrar un comportamiento cercano a la santidad; simplemente, debemos tomarnos el trabajo de liberar nuestra afectividad de la connotación represiva y ejemplarizante que la moral ordinaria le proyecta y convertirla en un instrumento para amar.
Jordi Sapés de Lema. “Práctica del camino de Antonio Blay. Método, etapas y transformación”. Editorial Boira. 2020.
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