Las relaciones

Así, pues, yo [no] me sitúo ante las personas con una actitud objetiva, neutra, porque juzgo a las personas comparándolas siempre con estados y valores que yo tengo en mi interior. Yo estoy constantemente comparando ante las personas, estoy evaluando y estoy juzgando. No tengo una actitud neutral. Dado que este problema de mi realización, de mi satisfacción o de mi fracaso lo tengo constantemente día y noche, está involucrado en todo lo que hago. Por lo tanto, mi actitud ante las personas no es, simplemente, una actitud de verlas, sino de compararlas, valorarlas, juzgarlas según mis estados de valores: o van hacia lo que yo deseo, o van hacia lo que yo rechazo.

Por lo demás, este juicio está también alterado porque, en primer lugar, yo sólo percibo de la persona una pequeña parte, su forma, su apariencia y su modo externo de actuar en un momento dado. Pero esto que percibo no es toda la persona; es solamente lo que sale afuera, lo que muestra. No veo nada de lo que la persona está viviendo por dentro, ni de lo que la persona está expresando en otros momentos. Es decir, que yo tengo una visión de la persona en un momento dado, visión que es superficial y accidental. Sin embargo, en virtud de este «cliché», juzgo a la persona, y la juzgo a toda ella sólo por la parte superficial que veo. Además, juzgo a la persona basándome en esa cualidad o defecto que yo le atribuyo, dándole a esa cualidad o defecto una naturaleza estática. Tiendo a fijar en el tiempo lo que solamente es expresión de  unos momentos. Así, aquella persona ya no será para mí una persona, sino que será una idea, mi juicio de ella. Ya no estaré tratando con la persona viviente, sino con el esquema mental y con la etiqueta que yo le he atribuido en mi mente.

En las personas con las que tenemos un trato habitual, en especial en familiares y aquellas personas con las que solemos trabajar, es decir, donde hay una vivencia más prolongada, se produce un hecho curioso: yo me hago una idea de cómo quiero que sea la persona, de cómo me gustaría que fuera, y entonces estoy constantemente comparándola, comparando la persona con esta idea que yo me he formado de ella. ¿Y por qué me he formado esta idea de cómo desearía que fuera? Porque, en el fondo, respecto a las otras personas yo tengo una actitud de utilización, de uso. Para mí, las personas me están haciendo un uso; yo uso a las personas para ver si ayudan a mis deseos, necesidades o aspiraciones; las uso para poder representar bien mi personaje, es decir, que, en virtud de esa idea que nos hemos hecho de nosotros mismos, adoptamos una serie de actitudes que encajan dentro de la línea de un personaje. Yo tiendo a ser la persona muy sabia, que, por tanto, no puede ser contradicha; o bien, yo tiendo a dominar y a que todo el mundo gire a mi alrededor; o también, tengo deseo de mártir y siento el secreto deseo de que al final todo recaiga sobre mí. No puedo darme cuenta, cosa que conseguiría si mirara retrospectivamente con objetividad, de que mi vida es una serie de episodios repetidos. Realmente no es que siempre ocurra lo mismo, sino que estoy configurando lo mismo en virtud de que manejo la situación sin darme cuenta. Estoy manejando a las personas de un modo determinado, esperando que me ayuden a representar mi papel. Y cuando las personas no me ayudan a representarlo, entonces las rechazo, me separo de ellas o las critico.

Realmente yo, con mi actitud, con mis juicios y mi modo de actuar, estoy diciendo constantemente a la persona lo que ella representa para mí; le estoy diciendo: «Tú me sirves sólo para ser mi vasallo, o sólo para demostrar que yo soy más listo que tú, o para que admires en mí la capacidad de sufrimiento, etc.». Cada uno de nosotros, en virtud de toda su actitud, está diciendo algo, está indicando algo. Basta una observación suficientemente sería para comprobar que todos estamos haciendo un papel o varios papeles. Yo hago un papel con cada tipo de personas; con mis familiares he aprendido un papel; con mis amigos, un papel distinto; en el trabajo, otro. Si nos examinamos, descubriremos cuál es este personaje que estamos encarnando.

La aprobación que yo hago de los demás es siempre porque estas personas responden a algo que yo deseo para mí, porque son la encarnación de mi ideal en un grado u otro. Ahora bien; este ideal puede tener dos tipos de procedencia: o bien proceder de mi yo–idealizado, del mundo de mi yo–idea egocentrado, de mi mundo hecho de compensaciones, de fantasía, de ilusiones, o bien pueden corresponder a lo que es una dinámica auténtica de mi ser, que está en fase de crecimiento, de expansión. Esta aspiración puede corresponder, por lo tanto, a algo sano, o puede corresponder a una actitud ficticia de sueño, de ilusión del yo–idealizado. Por lo tanto, puede tener un aspecto sano o, podríamos decir, otro primitivo, elemental. En ambos casos habrá aprobación y admiración de estas personas. La diferencia estará en que cuando esta aspiración dependa de mi yo–idealizado, de mi actitud egocentrada, yo querré poseer aquella persona, habrá en mí una identificación respecto a aquella persona. En cambio, cuando la admiración proceda de mi naturaleza más profunda, más auténtica, yo admiraré a la persona sin crisparme, sin defender, sin identificarme. A veces, sin embargo, es difícil distinguir.

En cambio, aquellas personas que yo rechazo, que yo critico, las rechazo y critico únicamente porque van en contra de este yo–idealizado. Es decir, así como la aprobación y la admiración puede tener dos aspectos, uno sano y otro deficiente, podríamos decir «neurótico», hablando en un sentido general, en cambio el rechazo sólo puede existir cuando es un rechazo activo, cuando es un encontrase incómodo frente a aquellas personas, un pretender eliminar o huir de aquellas personas. Solamente se produce esto como consecuencia de mi yo–idea, porque corresponde a lo que yo estoy temiendo o rechazando de mí. Por lo tanto, en la medida que hay un rechazo activo, esto quiere decir que hay esa actitud egocentrada, quiere decir que siempre todo rechazo activo, toda crítica fuertemente negativa, obedece a mi deseo de compensarme, a mi infantilismo interior. Siempre.

Antonio Blay Fontcuberta. “Caminos de autorrealización. Tomo III La integración con la realidad exterior”. Editorial Cedel. Barcelona. 1983.

Imagen: Pixabay

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll al inicio