El Sermón de la Montaña (2 y final)

Es necesario observar desde los niveles supeeriores de conciencia
Imagen propia. Atardecer en Palma.

Indicaciones para el Trabajo espiritual:

Ante la complejidad de la personalidad, es necesario colocarse en los niveles superiores de conciencia y observar desde allí la existencia. Las cosas no se entienden de abajo arriba, sino de arriba abajo.

Puesto que, de entrada, estamos abajo y no arriba, resulta difícil percibir la verdad; pero, si tenemos intención de encontrarla, lo Superior viene en nuestro auxilio a través de la intuición. La verdad no es una idea que se pueda encontrar en un libro o escuchar por boca de alguien, es una visión que da sentido a lo que nos parece contradictorio, injusto o inaceptable, pero está ahí, delante de nosotros o dentro de nosotros. La verdad nos hace libres porque resuelve estas contradicciones, pero solo lo Superior en nosotros es capaz de buscarla y encontrarla.

Inicialmente, esta verdad intuida se nos presenta en forma de desacuerdo con la hoja de ruta que la sociedad nos presenta. No nos atraen los objetivos que nos proponen, pero tampoco tenemos clara una alternativa; más bien nos encontramos confundidos y desorientados. Todo el mundo parece tener claro lo que quiere y hacia dónde va, menos nosotros. Nos llueven consejos y propuestas por todas partes y ninguna nos hace el peso. Incluso, acabamos dudando de nuestra capacidad de ver, como si fuéramos un poco retrasados intelectualmente. Pero esto nos obliga a investigar en nosotros, y esta búsqueda pone en marcha nuestra capacidad de ver.

También nos sentimos tristes e insatisfechos a nivel afectivo: las relaciones que tenemos no nos llenan, las diversiones al uso no nos atraen y nos sentimos vacíos y faltos de ilusión por las cosas que interesan a los demás. La gente nos invita a participar y a disfrutar de lo que ellos valoran, pero no conseguimos vibrar en su frecuencia. Tampoco le echamos la culpa a nadie; más bien, nos acusamos a nosotros mismos de ser raros, sosos o aburridos. Y esto nos obliga a buscar el amor donde realmente está: en el interior de nosotros mismos.

Por último, dado que no competimos con nadie, tampoco caemos en la tentación de culpar a los demás de nuestras dificultades. El hecho de no ver claro el camino que nos han preparado, nos coloca ante la necesidad de buscar nuestro propio camino. Y esto conlleva un esfuerzo personal que nace de nosotros mismos y que, aparentemente, es todo menos exitoso.

Así que la puerta de entrada a la trascendencia no es precisamente espectacular. Además de rechazar lo habitual, tenemos que desprendernos de la poca o mucha influencia que los hábitos han ocasionado en nuestra personalidad. Debemos reconocer que la realidad no está equivocada, que somos nosotros quienes lo estamos y que la causa de nuestros desengaños y desilusiones reside en las expectativas que hemos alimentado.

Todo esto hay que soltarlo; es lo que llamamos personaje. Y, en principio, parece como negativo; pero, visto desde lo Superior, son bienaventurados los que toman conciencia de no saber gran cosa, los que sufren y los que aceptan sus propias dificultades como algo que han de remediar por sí mismos.

El despertar empieza por dudar de las ideas, sigue con los sentimientos y acaba desactivando las reacciones mecánicas del personaje. A partir de ahí, empieza la realidad y el desarrollo sigue el camino inverso: actuamos de un modo consciente, en respuesta a las circunstancias que se nos presentan. Nos sentimos así integrados en una realidad más amplia, que nos incluye y nos posibilita para participar en ella, y acabamos contemplando esta realidad como un todo, que es la única manera de comprenderla. Este segundo tramo empieza en las acciones y asciende hasta la visión; parte de la práctica, no de las ideas.

Si queremos utilizar las ideas del Trabajo espiritual como sustituto de las que veníamos profesando, es cuando echamos la sal a perder: el Trabajo espiritual se desvirtúa y pierde toda eficacia. A veces, sería mejor no haberlo conocido, porque alimenta el yo ideal, creando un superpersonaje que se considera más listo que los demás, y utiliza estas ideas para obtener éxito y manipular mejor. Es algo muy triste, que solo se puede combatir mediante la honestidad y el rigor.

El camino real pasa por «tener hambre y sed de justicia», por el propósito de atender lo mejor posible lo que la existencia nos presenta. Esto es lo que Blay llama “actitud positiva”, que viene de poner; poner inteligencia, amor y energía en la respuesta que damos ante cualquier circunstancia. La actitud positiva no significa ser muy guay, muy  positivo, optimista y marchoso; significa estar despierto, estar presente, ser protagonista consciente de la existencia. Protagonista en el sentido de constatar que somos capacidad de ver, amar y hacer y que hemos venido a este plano a ejercitar estas capacidades para mejorar el entorno en el que estamos participando. No hemos venido a pasarlo bien, sino a trabajar.

Ejercitando estas capacidades, tomamos conciencia de serlas y, entonces, el resultado que conseguimos pasa a un segundo término, porque lo que resalta es nuestra naturaleza esencial. A menudo, repetimos que somos inteligencia, amor y energía, como si lo hubiéramos estudiado en un catecismo, pero lo gozoso es experimentarlo. Es lo que llena y satisface: ejercitar lo que somos. Y no necesitamos razones para justificar una acción dirigida a extender el bien lo máximo posible: el mismo propósito contiene su justificación.

Este cambio de actitud, en nuestra relación con el mundo, nos lleva a quererlo, a sufrir con él, en vez de sufrir por causa de él. La compasión y la misericordia no son algo que tenga que ser forzado, no son un ejercicio de “bondad” que la personalidad se pueda atribuir, son producto de la conciencia, que precisa de un entorno que la estimula y nos contiene.  Los misericordiosos alcanzan la misericordia porque experimentan la unidad con el todo; no es cuestión de ser muy buenos, sino de ver claro que la palabra “yo” carece de sentido si el mundo y la realidad están ausentes en nuestra conciencia.

La conciencia de pertenecer a la totalidad excluye por completo una visión egocéntrica de la existencia. Solo cuando la mente puede mirar la realidad sin necesidad de interpretarla de forma interesada, puede contemplarla tal cual es y comprenderla. Entonces, se descubre el Ser detrás de las formas, porque se mira la forma y no se la juzga. La pureza de corazón es la ausencia de prejuicios, intereses, apriorismos e ideales; sobre todo, de lo último, porque el peor enemigo de la realidad es el yo ideal.

El pacifismo que predica la séptima bienaventuranza no consiste en luchar contra el conflicto. Luchar contra el conflicto lo incrementa. El conflicto, en el seno de esta totalidad, es algo indispensable para su evolución. No hay buenos y malos, hay personas cuya función es remover la realidad para hacer que evolucione, y otras que están ahí para consolidar estos avances. La totalidad los incluye necesariamente a todos. Nosotros hemos de promover que los buenos atiendan a los malos, en vez de rechazarlos, porque los malos ponen en evidencia los desequilibrios existentes que hay que resolver.

No es malo ser perseguido, no es malo estar lleno de dudas y experimentar la incomprensión de la gente de nuestro entorno. Cuando estamos seguros de a dónde vamos y de por qué hacemos las cosas, nos resulta relativamente fácil contestar a las críticas. No exigimos a nadie que nos siga, pero tampoco prestamos oídos a sus avisos y recomendaciones. No obstante, el problema es cuando nosotros mismos nos sentimos en una posición totalmente inestable. Entonces, nuestra propia mente nos da cantidad de razones para abandonar un camino lleno de interrogantes y volver al comportamiento que cuenta con el consenso social.

Cuando esto ocurre y seguimos caminando, es porque algo inexplicable nos impulsa a continuar; significa que estamos en el buen camino, viviendo nuestra pasión personal. Lo que experimentamos como sufrimiento, no es sino el proceso de purificación necesario para alcanzar nuestra meta: la realización en el Ser. El consenso social está preñado de incomprensión, injusticia y crueldad y nuestra existencia se ha de organizar para servir a la esencia, modificándolo. El camino que estamos siguiendo es el de la humanidad y la espiritualidad es su faro. No es algo que podamos esconder en nuestra intimidad. Esto es lo más importante que nos señaló Jesucristo.

Jordi Sapés de Lema. “El Evangelio interpretado desde la línea de Antonio Blay”. Editorial Boira. 2020.

2ª parte y final del artículo “El Sermón de la Montaña”

2 comentarios en “El Sermón de la Montaña (2 y final)”

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