
Cuando nos movemos exclusivamente por los niveles más elementales y tenemos conocimiento de la existencia de otros superiores, solemos interesarnos por cómo nos podemos beneficiar de los mismos. Presuponemos que lo superior tiene el poder de cambiar las cosas a placer, porque las religiones siempre han proclamado que todo lo que acontece es voluntad divina; incluso han divulgado procedimientos para conseguir, en teoría, que esta voluntad apoye y beneficie nuestros intereses personales. Esto ha generado una perspectiva utilitaria de la espiritualidad, que se plantea cómo podemos aprovechar lo superior para hacer nuestra existencia más fácil y cómoda.
Sin embargo, la realidad es un todo que incluye todos los niveles, y lo que no puede hacer lo superior es manejar a su antojo lo que le queda por debajo: los colectivos y las personas. Estos colectivos y personas son la materia prima que lo superior utiliza para construir y desarrollar las culturas, la espiritualidad y la humanidad; por tanto, condicionan lo que se puede edificar con ellos. De esta manera, si buscamos nuestro progreso hemos de plantearnos cómo armonizar lo inferior con los fines de lo superior, porque la realidad está organizada de arriba abajo y lo de arriba no se subordina a lo de abajo. Podemos quedarnos abajo, esperando en vano que lo superior nos ayude, si nosotros no nos espabilamos.
La realidad está compuesta de varios niveles a los que hemos añadido otro plano imaginario, fantasmagórico: el del personaje. Desde ahí la gente se pregunta cómo Dios permite que pase lo que pasa. El personaje no está de acuerdo con esto que pasa y no entiende cómo Dios lo permite: debería bajar a arreglar este desastre. Pero quejas al margen, la sociedad nos obliga a participar en la dimensión colectiva, sea constituyendo una familia, trabajando en una empresa o acudiendo a votar en las elecciones periódicas, que se realizan para delegar nuestra responsabilidad personal. Cuando nos movemos en este ámbito desde el personaje, acostumbramos a reclamar a la sociedad que realice una función de protección familiar que nos permita prolongar la adolescencia. Y, como máximo, aspiramos a desempeñar el papel de esclavos bien pagados del sistema.
Pero si ya hemos alcanzado la conciencia de nuestra realidad personal, las relaciones familiares, empresariales o asociativas nos permiten participar en proyectos colectivos y movernos en el nivel impersonal. Experimentamos entonces que cuidar de una familia, trabajar en una empresa , o participar en la comunidad no nos impide seguir siendo nosotros mismos y existir en lo personal, solo que nos hace actuar de forma distinta a la que tendríamos si fuéramos personas aisladas de los demás. El hecho de participar en un colectivo nos concede un plus, nos permite crecer en términos de una conciencia que va más allá de nuestra persona y nos exige desarrollar el amor, la prevención, la organización, el orden y la estructura, al interesarnos por estas cosas.
Por lo tanto, este paso de lo personal a lo colectivo nos mejora como personas. El nivel superior no supone ninguna pérdida real para la personalidad; todo lo contrario, la enriquece. La familia nos involucra en un proyecto colectivo, pero también nos ayuda a realizarnos personal y profesionalmente y nos auxilia si estamos enfermos o tenemos dificultades. Claro que lo personal se subordina a lo colectivo, pero no de una forma obligada, sino de manera natural, y esta subordinación nos permite crecer en conciencia porque tenemos un protagonismo en lo superior.
Resumiendo, lo superior nos ayuda en la medida en que nos ponemos a su servicio; justo al revés de lo que solemos plantearnos desde el personaje: que baje Dios a ayudarnos y a resolver los problemas ficticios que el mecanismo se inventa. Si Dios bajara a echarnos una mano para solucionar nuestros errores, nada tendría sentido, sería un desorden total.
Jordi Sapés de Lema. “Espiritualidad y vida cotidiana. Práctica de Antonio Blay desde lo superior”. Editorial Boira. 2020.
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