Entonces, lo que se plantea es tratar de descubrir la propia identidad. Si yo no soy nada de lo que le ocurre a mi cuerpo (aunque todo lo que le ocurre a mi cuerpo es mío), si yo no soy nada de lo que pueda fabricar mi mente (aunque la mente es mía), ¿qué soy yo? ¿Cuál es mi verdadera naturaleza, mi verdadera identidad? ¿Quién soy yo, realmente? Sólo cuando esta pregunta se plantea de un modo directo, intenso, dramático, sólo entonces uno puede empezar a descubrirlo. El camino para descubrir quién soy yo pasa por el planteamiento sincero de la pregunta, mediante una actitud investigadora, de querer ver, de querer descubrir quién soy. Yo he de tener una actitud reivindicativa, de protesta correcta, dirigida a descubrir y vivir mi verdad, la verdad de mí mismo. Y para esto uno ha de quererlo con toda el alma.
Para descubrir la propia verdad, la propia identidad, uno ha de obligarse a vivir cada instante con una conciencia más clara, más exigente, de sí mismo. Si soy yo quien está viviendo cada situación, yo he de exigirme ser consciente, no sólo de la situación, sino del yo que la está viviendo. He de obligarme a ampliar la conciencia que tengo de mí y de las cosas que estoy viviendo para que no viva sólo las cosas en su proceso -lo que pienso, lo que siento, lo que hago o lo que me hacen-, sino que yo esté atento a «yo que estoy haciendo» «yo que estoy pensando», etc., atento al yo que es el denominador común de todos mis actos. Mi conciencia suele vivir sólo la mitad externa de mi experiencia y deja de vivir (está cerrada a) la parte interna, el extremo interno de la experiencia. Hay que estar atento a la noción que uno tiene de sí mismo como sujeto mientras está viviendo cada cosa: «yo y lo que hablo», «yo y lo que hago», «yo y lo que estoy escuchando», «yo que estoy descansando», – etc. Siempre es un yo, siempre hay alguien que está haciendo (lo que sea). Se debe estar consciente de toda experiencia (lo que se hace, se percibe, etc.) y del yo que es el protagonista de esta experiencia.
Esta autoconciencia no debe aislarnos de nada; al contrario, significa una ampliación de mi actual conciencia de modo que incluya al sujeto en lugar de limitarse al objeto de la experiencia.
Esto sólo puede practicarse correctamente cuando existe una urgente demanda interna, y ésta sólo existe cuando uno ve que no tiene sentido vivir constantemente en el error. Pues si yo estoy viviendo sobre una base errónea, todas mis acciones, todas mis valoraciones, participarán de este carácter erróneo básico. Yo solamente podré adquirir, o recuperar, la objetividad cuando deje de estar subjetivamente equivocado.
Lo que yo soy nunca puede ser descrito de un modo intelectual; porque lo que yo soy no es objeto. Lo que yo soy es algo que parece intangible. Y porque parece intangible frente a las experiencias concretas y tangibles que vivimos, por eso no le prestamos atención, y quedamos «amarrados» a cada una de las experiencias. Y no obstante, este yo que parece intangible, que parece una abstracción, este yo es la fuente de donde surge toda experiencia; es la fuente de donde surge toda mi energía, toda mi capacidad de lucidez y de comprensión, toda mi capacidad de afecto y de felicidad, todo surge de este núcleo que yo soy. Así este núcleo es lo más intenso, lo más rico que existe, ya que toda mi vida, por espléndida que pueda ser (o que pudiera llegar a ser), no será más que una expresión parcial de este yo que soy.
No existe ninguna cualidad básica que me venga dada del exterior; no hay ni un poco de voluntad que me venga del exterior; no hay ni un poco de felicidad, ni un poco de inteligencia (o comprensión) que me vengan del exterior. Del exterior me vienen estímulos y datos, pero es mi respuesta, mi actualización frente a estos estímulos, datos o situaciones, lo que produce el desarrollo de las facultades. ¿De dónde surgen pues estas capacidades, estas cualidades básicas? Salen del núcleo central, surgen del yo, de este sujeto, de esa identidad profunda.
No podemos describir qué es este yo, pues describirlo sería dar un contenido delimitado, objetivo, a lo que es esencialmente sujeto, lo cual sería una contradicción. Pero todos podemos intuir que se trata de lo más importante de nuestra vida. Y lo intuimos; una prueba de que lo intuimos es que la palabra yo es la que más pronunciamos a lo largo de nuestra vida. Pero estamos pronunciando la palabra sin saber a qué corresponde. Es como si percibiéramos el aroma pero sin ver la flor que desprende el aroma. Sentimos una resonancia de algo importante cuando decimos yo, pero no vivimos la fuente de donde surge esta resonancia.
Antonio Blay Fontcuberta. «Personalidad y niveles superiores de conciencia». Editorial Índigo. Barcelona. 1991.
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