Tras la muerte de Dios

Hace un siglo que Nietzsche escribió estas palabras: “¡Dios ha muerto!  ¡Y nosotros lo hemos matado! Jamás hubo hazaña más grande —y quien nazca después de nosotros pertenece, a causa de esta hazaña, a una historia superior a toda historia anterior”. Mitad como historiador, mitad como profeta, Nietzsche cree ver que toda una etapa de la cultura occidental ha entrado en su crisis definitiva. Comentando ese párrafo ha escrito Heidegger: “La frase ‘Dios ha muerto’ significa: el mundo suprasensible carece de fuerza operante. No dispensa vida. La metafísica, es decir, para Nietzsche, la filosofía occidental entendida como platonismo, se acabó”. El conceptismo griego y el racionalismo europeo, la “era del conceptismo”, eso que Nietzsche solía denominar “la enfermedad mortal”, ha muerto. Ha muerto, en fin, el que Pascal denominaba, despectivamente, “Dios de los filósofos”. Pero para Nietzsche la alternativa pascaliana, el refugio en el Dios del cristianismo, tampoco es completamente válida. Junto al Dios de los filósofos debe morir el Dios de los creyentes, el Dios de la religión. “El más grande acontecimiento de los últimos tiempos —que ‘Dios ha muerto’, que la creencia en el Dios cristiano se ha convertido en incredulidad— comienza a proyectar sus primeras sombras sobre Europa”. Para Nietzsche este Dios cristiano, influenciado como estaba por la exégesis hegeliana y sobre todo por Strauss, no es el Dios de Jesús, al que guarda siempre un profundo respeto, sino el Dios del cristianismo establecido, del cristianismo como fenómeno mundanal, como estructura —económica, política e ideológica— de poder terreno. Algo que tiene sus orígenes en Pablo de Tarso y que a la altura del siglo IV se afianza definitivamente: es lo que puede denominarse el “constantinismo” cristiano. Lo que se diagnostica es la muerte del “constantinismo” y el comienzo de una nueva fase, la era “postconstantiniana”. El poder político y el poder económico les serán arrebatados a las iglesias, que a su vez abandonarán definitivamente el conceptismo teológico. Por vez primera desde el siglo IV, quizá desde antes, la religión habrá dejado de representar ventaja alguna para los intereses materiales de nadie. Y al dejar de ser ventaja material, dejará también de ser ventaja ideológica.

Muerto el “constantinismo” y el ”conceptismo”, una nueva era comienza, la que Nietzsche denomina “era del nihilismo»”. En ella Dios, el de los filósofos y el de los creyentes, ha muerto hasta dejar de ser “problema» para el hombre. En nuestra época hay, ciertamente, teístas, agnósticos y ateos, pero no parece haber problema de Dios. Zubiri repite una y otra vez esta idea. Durante muchos siglos, Dios ha sido problema para los hombres porque su nombre se utilizaba para dividirlos, y muchas veces, para enfrentarlos. Hoy sigue habiendo teístas y ateos, pero tanto unos como otros piensan que Dios no puede separar más. Los ateos porque, afirmando el carácter puramente ilusorio e irreal de esa creencia, piensan que los creyentes se hallan en fin de cuentas en su misma situación y han de correr idéntica suerte. Los creyentes, al menos los cristianos, porque, afirmando un Dios que consiste en amor y en absoluta donación a todos los hombres, creen en el carácter deífico de todos ellos, y no solo de los creyentes.

Más allá de la teodicea

Esto plantea el problema de Dios en una nueva dimensión común a todos los hombres, sean ateos o teístas. El loco en cuya boca pone Nietzsche el “¡Dios ha muerto!” gritaba incesantemente: ¡Busco a Dios! ¡Busco a Dios!”. Y entre los fragmentos póstumos de Nietzsche se encuentra este texto: “La única posibilidad de que el concepto de ´Dios´ guarde un sentido sería entender a Dios no como una fuerza motriz, sino como un estado máximo, como una época, un punto en el desarrollo de la voluntad de poder”. La muerte del Dios de la razón, concluye Heidegger, posibilita un auténtico pensar sobre Dios. Y Zubiri: “En medio de la agitación de nuestro tiempo, puede afirmarse, sin miedo a errar, que por afirmaciones o por negaciones, o por positivas abstenciones, nuestra época, queriéndolo o sin quererlo, o hasta queriendo todo lo contrario, es quizá una de las épocas que más sustancialmente vive el problema de Dios”. De ahí que la cuestión de Dios, si por un lado es sobradamente “extemporánea”, por otro sea, dice Zubiri, la más contemporánea de todas las cuestiones”. Dios no es ya un “objeto” que tienen los teístas y del que carecen los ateos, sino algo que se identifica con el drama profundo que en última instancia constituye la raíz de la vida humana, de toda vida humana. Éste es el punto de partida de los análisis de Zubiri.

     En El hombre y Dios, Zubiri prosigue el camino emprendido en sus dos obras anteriores: Sobre la esencia (1962) e Inteligenia sentiente (tres volúmenes, 1980-1983). En esta última, Zubiri se propuso superar la logificación de la inteligencia, y en la anterior, la entificación de la realidad. Ambos constituyen los dos males seculares de la filosofía y la raíz de su inveterado idealismo. Esos males han repercutido en el tema de Dios, razón por la cual la metafísica clásica tendió a entificar la realidad divina (convirtiéndola en lo que Zubiri llama una “realidad-objeto”) y a logificar su conocimiento (haciendo de su acceso una “prueba” lógica). En este libro, Zubiri se enfrenta con ambos males seculares de la teodicea, sometiéndola a una crítica implacable.

     La gravedad del problema filosófico de Dios está, para Zubiri, en que el orden trascendental de la metafísica clásica no ha sido primariamente mundano, filosófico, sino trasmundano, teológico. La verdadera filosofía sobre Dios ha sido más bien escasa. El horizonte de la filosofía sólo puede ser mundano y, por tanto, el problema filosófico de Dios está en saber si Dios se manifiesta en el mundo y cómo.

     El análisis que Zubiri hace del problema de Dios parte de un hecho de experiencia: el de que yo he de hacer mi vida con algo distinto de mí mismo, la realidad mundanal, que de algún modo se presenta ante mí como lo último, lo que me posibilita y lo que me impele a ello. No se trata de una “obligación” moral, de que yo deba realizarme en el trato con la cosas, sino de algo previo y más radical: de que éstas de algún modo se me imponen, se apoderan de mí y me hacen ser. Es lo que Zubiri llama “el poder de lo real”, fundamento de algo más hondo que la obligación moral, que denomina “religación”.  La vía de la religación no es un razonamiento que desemboca como término en un objeto que llamamos Dios. Por la vía de la religación no se me da una “realidad-objeto” llamada Dios, sino la “realidad-fundamento” intramundana: es la “deidad”, el poder de lo real. Es algo que acontece en todo hombre y continuamente; por tanto, una dimensión constitutiva de la existencia humana; más aun, es su dimensión radical y última. Haciendo su vida, el hombre configura el fundamento en sí, de modo que la vida del hombre es, en última instancia, figura (positiva o negativa) del fundamento, configuración o desfiguración de la deidad. El Dios real (no conceptivo, lógico o ideal) de cada persona, sea teísta, agnóstica o atea, no consiste primariamente en la aceptación o negación conceptiva de su existencia como término de un razonamiento, sino en la configuración o la desfiguración del fundamento que el hombre va construyendo en su propia realidad por el simple hecho de vivir. El problema de Dios no es otro que el problema del hombre y viceversa.

     La peculiaridad del teísta frente al agnóstico y al ateo no está en el hecho de la religación y sus consecuencias, que es común a todos los hombres, sino en la afirmación de ese fundamento como realidad personal absoluta, y no pura materia, etcétera. Sólo una realidad personal puede ser término de la “entrega” por parte del hombre y, por tanto, objeto de “fe”. Ésta no la define Zubiri como el asentimiento a un juicio por un testimonio, sino como la entrega a una realidad personal.

     Dicha entrega tiene tres momentos, que Zubiri llama acatamiento, súplica y refugio, y que se corresponden con los de ultimidad, posibilitancia e impelencia de la religación. La entrega a la realidad personal de Dios, en tanto que última constituye el acatamiento, cuya esencia el la adoración; la entrega a Dios en tanto que supremo posibilitante constituye el fundamento de la oración de súplica; y, en fin, la entrega a Dios como impelencia suprema es un reposo en él como fortaleza de la vida. Así es como la deidad cobra para el teísta la figura concreta de Dios; no del Dios de los filósofos ni el motor inmóvil aristotélico, sino de la persona absoluta que se acata, a quien se suplica y en quien se refugia.

     Este Dios realidad absoluta, infinita, ha plasmado de modo finito, limitado, su propia vida divina: es el mundo, que, por tanto, es Dios de un modo muy concreto, finitamente. Dios, pues, no es trascendente a las cosas, sino trascendente en ellas, razón por la que la experiencia de las cosas es formalmente experiencia de Dios. Esto llega a su culmen en el caso del hombre, que participa en la vida divina en el grado natural más alto, siendo persona. De aquí la bellísima conclusión de Zubiri: “El hombre es un modo finito de ser Dios”. El hombre es Dios, bien que finitamente.

La gran alternativa

     Nuestra época se ha planteado el problema de Dios de forma muy radical. Dios ya no puede concebirse como un “objeto” del que se apropian ciertos grupos de personas y que los segregan de todos los demás, sino como el “fundamento” en que consiste la vida de los hombres. Por eso hoy no caben ante el problema de Dios más que dos actitudes extremas: negar de raíz su carácter fundante, lo cual conduce al “nihilismo” radical, o afirmarlo completamente, aceptando una suerte de “panteísmo”.

     En el orden de la lógica, esos extremos se tocan de alguna manera en esa coincidencia oppositorum que se produce con frecuencia al hablar sobre Dios. Pero Dios no es primariamente un problema lógico, sino vital, que exige una toma de actitud por parte del ser humano. Zubiri opta decididamente por la afirmación plena de Dios, lo que le lleva a escribir frases de claro sabor panteísta. Obviamente, no se trata del clásico panteísmo esencialista (todo es Dios), sino de otro más matizado (todo es en Dios). El punto de convergencia del ser en Dios y el ser Dios es, para Zubiri, Jesús de Nazaret.

Diego Gracia. “Tras la muerte de Dios”. Artículo de “EL PAIS”, sección libros. Domingo 09 de diciembre de 1984.

Imagen: Pixabay.

Artículo resumen de una conferencia pronunciada en   la   Facultad    de   Teología    de   la   Universidad     de Deusto   el  2  de  octubre   de   1980. Se puede descargar en:

https://revistas.comillas.edu/index.php/estudioseclesiasticos/article/view/17831/15703

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