
«En la cultura griega, desde Homero, el hombre goza de una doble existencia: la de su corporeidad perceptible y la de su imagen invisible; la psique, que cobra vida propia y libre únicamente después de la muerte.
Platón recoge esta idea y la perfecciona: El hombre, es un compuesto de alma y cuerpo. Pero el alma está unida al cuerpo accidentalmente, como el piloto a la nave, el músico a su instrumento, el caballo al carro. Es una unión en estado violento, porque el alma tiende siempre a su situación primitiva, divina, inmortal, espiritual. Por eso el cuerpo es el vehículo del alma; más aún, es su cárcel.
Siglos posteriores, impacta hondamente el gran error de Descartes, consistente en atribuir al pensamiento una actividad al margen del cuerpo. Es un error que separa el cuerpo de la mente; por una parte la materia configura el cuerpo, medible, dimensionado, movido mecánicamente, infinitamente divisible, y por otra, la esencia de la mente, adimensional, asimétrica, indivisible.
Un paso posterior consiste en valorar al alma como inmortal y divina, con una vida eterna que se desarrolla en una dimensión sobrehumana, sustentando los fundamentos de la mística.
Por su parte, la antropología semítica se proyecta con otras categorías. Parte de un principio: Dios ha creado el hombre a su imagen y semejanza, soplando su aliento en arcilla, que simboliza el cuerpo humano. Cuerpo y soplo son inseparables. Cuando se desprende el soplo aglutinador al final de la vida ya no hay “cuerpo”, sino un “cadáver”, es decir, una multiplicidad de elementos bioquímicos que se van disgregando hasta hacer desaparecer una apariencia engañosa de cuerpo-vivo. El cadáver no es ni siquiera cosa, es conglomerado en descomposición, hasta convertirse en polvo.
El hebreo llama cuerpo animado a esa realidad tangible, sensible, expresiva y viviente. Y considera este soplo divino como lo que posibilita la conciencia.»